miércoles, 15 de febrero de 2012

¡¡HORROR!!


                                                                                 (Variatio made in U.S.A.)
                                                                                 (A mi amiga Cris.)





Playa de Arrigúnaga
Nunca había sonado el teléfono con tanta intensidad. Ahora Silvestre vivía solo en la primitiva casa de recién casado, una casa de dos plantas con siete pinos y una charca para los patos que le traían sus nietos de la cocina de sus casas cuando crecían. El jardín estaba cercado por alambres de púas y desde hacía un par de años tenía una puerta automática pintada de verde con dos calaveras negras en los extremos del aviso: “¡¡HORROR!!” Ella vivía en un dúplex mirando al mar. Hasta que se separaron, todo el mundo creía que era una familia feliz. Y seguramente lo era, a su manera. Ni siquiera sus dos hijos se habían planteado ni en broma, que su madre terminaría quemando las corbatas de su padre bajo el castaño de indias después de veintisiete años durmiendo en una misma cama.
Silvestre se sentía bien en aquella casa. Al fin y al cabo fue su primer hogar, donde su mujer rompió las aguas de sus hijos. Lo mejor de todo era que tenía una hermosa chimenea en el salón de la planta baja y sus vecinos (que vivían en invierno en la ciudad) le habían dado permiso para que cogiera las ramas secas de los pinos e hiciera leñas para alimentar su fuego. Además de un ahorro, constituía un fuerte entretenimiento.
Silvestre se había jubilado hacía tres o cuatro meses, a los sesenta años, con un buen jornal y con apenas un poco de reuma en las piernas. No se podía pedir todo a la vida. Desde que terminó la Universidad y recogió su título había trabajado ininterrumpidamente en la misma industria, en Astilleros La Naval, como ingeniero, llegando a ocupar casi todos los puestos posibles, desde jefe de compras hasta director de los propios astilleros.

Una tarde de hacía unos cuantos meses el teléfono comenzó a sonar de forma desacostumbrada. Silvestre pensó que era alguna avería tonta y dedicó toda una mañana en soltar el auricular y el micrófono y en volver a montarlo sin percibir nada extraño en su interior. Siguió sonando con la misma estridencia y lo dejó en paz hasta que dejara de repicar por decisión propia. Entonces no tendría más remedio que comprar uno nuevo. Silvestre había llegado a la edad de la jubilación con las rarezas que se le fueron pegando en la vida. Una de ellas era la de no deshacerse de todo lo que funcionaba.

Sólo era la chicharra. El resto trabajaba como el primer día. Era la chicharra que se había vuelto loca  y en vez de sonar mordía las orejas de los hablantes. ¡Insufrible!

Aquella vez, Silvestre lo escuchó desde la sala y llegó a la cocina al quinto timbrazo. Lo descolgó con parsimonia y colocó el auricular en su oreja justo cuando una voz familiar decía:
- ¡Tengo sesenta años y soy la única miembro de mi familia que no he ido a Nueva York! Me marcho el domingo con unos amigos.
- ¡Qué maravilla!
- No sé qué decirte, chico. Voy obligada. Fíjate: cuando la gente habla de Nueva York, me tengo que callar. Con esto de la depreciación del dólar, ya ha pasado por allí media España.
- Tienes razón. Mi asistenta ha estado diez días con su marido y sus dos hijas. Han visitado a su hijo que está doctorándose en un hospital cercano donde se levantaban las torres gemelas. Mi asistenta dice que es un chiste de ciudad. Que cada uno hace lo que le da la gana, que hay unas tiendas deslumbrantes, que casi todo lo hemos visto ya en las películas y que por eso gusta tanto, que…
- Yo no opino sin haberla visto. A la vuelta te diré lo que me parece. ¿Cuántas veces has estado tú en Nueva York?
- Una. Vi el aeropuerto: un aeropuerto muy grande, sí. El aeropuerto era muy grande. Por lo demás no tenía nada de particular. Ya te lo he dicho. Era muy grande. Tenía papeleras y más de un reloj. Creo recordar que estaba un poco descacharrado. Había gente durmiendo en el suelo. Igual que en casi todos los aeropuertos y estaciones de tren del mundo, mucha gente escupía en el suelo. ¿Por qué los americanos de Nueva York escupen en el suelo? A lo mejor se ha perdido ya la costumbre.No lo creo.
- ¡Los hombres sólo os fijáis en cochinadas! Ahora te tengo que dejar.
- Ya. A hacer la maleta y eso. Ya te entiendo, claro. Tú especialidad es hacer bien las maletas.
- Te llamaré. Te llamaré antes de marcharme. Te lo prometo.
- Bueno. Ya sabes donde encontrarme.
- Un beso.
“¿Qué se le ha perdido en Nueva York, con lo bonitas que son las luces de Haro, las regatas de la Concha y el florido comercio de las 7 Calles?”
Después de preguntarse desde el medio de la cocina de las necesidades que corrían por las venas de Josefina de ver Nueva York, Silvestre se sirvió un vaso de vino, rompió una nuez, se la comió con parsimonia y exclamó-: ¡Mensaje recibido y comprendido!
  Silvestre descolgó el teléfono de la pared de la cocina y marcó el teléfono de su hija, Marieta.
- Dile a tu madre que en la puerta de la Bolsa de Nueva York, de 10 a 12 horas de la mañana se coloca una viejecita con una caja de cartón llena de corbatas. Las vende a dólar, a un dólar cada una. Dile que ya no uso corbatas pero que a lo mejor me vendría bien una de color negra para ir a su entierro.
- ¿Ya te lo ha contado?
- ¿Cómo no me lo va a contar si se ha enterado que me he jubilado? La primera noche de jubilado, pensé: “Ahora mi difunta esposa no dejará de realizar de una u otra forma todos los viajes que no hizo conmigo.” Es una de sus finísimas maneras de recordarme mis olvidos. No dejes de decirle lo de mis corbatas. Si se cabrea contigo, le dices que es un recado de don Silvestre y que tú hace muchos años saliste fuera del círculo de nuestras discusiones. Cuando cumplas cincuenta años, divórciate. Júramelo, hija. Es una edad maravillosa para comenzar a vivir sola. Pero no chilles al hablar. Una mujer chillona es más inaguantable que una gata en celo.
- ¿Por qué le pusiste cuernos a mamá?
- Es más inteligente que yo. Nunca pude soportar que fuera más inteligente que yo. Lo peor es que te lo está demostrando siempre. Sin embargo, las mujeres inteligentes se enamoran de sus maridos. Es su flanco débil. Si un hombre quiere hacer daño a una mujer inteligente, lo tiene fácil: te buscas cualquier trapo, la paseas dos o tres noches por los restaurantes de moda, esperas a que pase el chaparrón y te sientas a verlas llegar. Además, nunca se les pasa el amor del todo. Es por los hijos, ¿sabes? Generalmente los hijos heredan la idiotez de su padre y cuando quieren hacer daño a su madre, no saben sacar sangre a los sentimientos. ¡Yo qué sé! No me preguntes cosas de difícil respuesta. A mí siempre me ha parecido que los hombres tienen la cabeza con forma de huevo de pato y las mujeres con forma de huevo de gallina.
- A parte de ser más grandes, los de pato saben diferente.
- ¿A qué saben, hija?
- ¡A pato! ¡A qué van a saber!
¿Ves? Tú sufrirás en tu matrimonio porque eres inteligente. Jamás hubiera pensado que un hijo mío sabría distinguir el sabor de un huevo de gallina del de un huevo de pato. Eso pensando que los patos pongan huevos en lugar de las patas. ¡Sublime!
- Sublimemente insoportables. Mamá está entusiasmada con el MOMA. Está entusiasmada porque va a ver en el museo una réplica de casi todas las sillas que tenemos en casa. ¿No te parece genial?
- Los museos nunca son geniales, hija. A lo sumo, los artistas que cuelgan sus excentricidades. Una de las cosas que más odiaba de tu madre era que no cumplía sus promesas. El día que me llamó para comunicarme que se marchaba a Nueva York, me dijo que me llamaría antes de partir. Todavía estoy esperando su llamada. Sin embargo, a ti ya te ha contado que va a ver el MOMA, el Metropolitan Museum, la Metropolitan House, la Collection Sonanbed, el Central Park, que irá a la Ópera a ver Las Valkirias, a cenar a Bird, a comer hamburguesas en el 10 o´clok, a ver un espectáculo musical para turistas animosos.   ¡A Nueva York hay que ir a lo que sale! ¡Igual que a Cuba! ¿Sabes lo que me salió en La Habana? ¡Un grano en el culo! ¡No te jode con tu madre! ¿Qué se le ha perdido a tu madre en Nueva York?
Ilustración de Juan Gil.
- Parece que estás alterado, papá. 
- No estoy alterado. Te estoy hablando por la chicharra de un teléfono que me muerde en la oreja desde hace meses.
Entonces Silvestre se acordó de que tenía que salir a cerrar la puerta del jardín. Le dijo a su hija que le esperase un rato y fue a la cocina a darle al interruptor. Era una delicia verla deslizarse. Era su protección, su seguridad. Desde que comenzó a vivir soltero, le entró una especie de desasosiego. Era miedo. ¿Por qué no confesárselo? Antes, cuando vivían allí todos: su esposa, los niños, la perra Hache… Antes, ella, su mujer, solía estar en la cocina, siempre delante de la ventana. Se colocaba de tal forma que la veías de casi todos los lugares de la parte delantera de la casa. Regresó al teléfono. Su hija le dijo:
- ¿Ya has cerrado la puerta del jardín? ¿Por qué escribiste en ella “¡HORROR!”, en vez de “¿CUIDADO CON EL PERRO?”
- ¡Porque estaba pensando en tu madre! ¡No te jode! Son cosas de mayores.
- ¿Cuántos años tengo, papá?
- Quince.
-.Veintinueve. Ya comprendo un montón de cosas. Hasta comprendo que de vez en cuando sientas miedo de vivir tan solo. Te prometo que el domingo iré a comer contigo.
- ¡Mierda para ti! Yo vivo muy feliz solo y no siento miedo.
Silvestre quiso llorar. Se dio cuenta de que estaba hablando con su ondaquín, su niña querida, ¡Dios Santo! También se dio cuenta de que su niña le había colgado el teléfono. Se golpeó el pecho todo lo áspero que pudo. Marcó el teléfono de su hija: el de su casa, el móvil. Dos horas después se sentó frente al televisor, pero no lo encendió.

                                
                                                                FIN


   

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