viernes, 23 de marzo de 2012

¿QUÉ CULPA TUVE, SI ESTABAS DORMIDO?


Mi padre no andaba lejos de los 90 años cuando le convencí para que me acompañara a tirar la caña un rato a ver si picaba una lubina. Él había sido un gran pescador. Le gustaba sentarse en una hamaca al borde de la mar para contemplar a los pescadores. Era un día nublado, de esos que el agua y el cielo están pintados de acero. Estábamos solos. Estar solos le gustaba mucho, porque podíamos hablar. Casi siempre hablábamos de pesca. Hablar de pesca era escuchar sus consejos: que si debiera de lanzar más a la derecha, no tan lejos, en la corriente, en aquella poza. Me decía desde su hamaca lo que él haría en cada momento y yo le obedecía como cuando era niño. Luego se renegaba porque yo no tenía ideas propias. Terminaba por reírse de mí, exclamando que las lubinas saltaban alrededor de mi señuelo mostrándonos sus escamas de plata. También me pinchaba la moral cuando me decía que estaba dispuesto a cenar vivos todos los peces que pescara. No paraba de pincharme hasta que se aburría y cruzaba sus brazos en su regazo y echaba cabezadas, pero sin dormirse del todo. De vez en cuando decía frases incongruentes para que yo no me apercibiera que luchaba contra las armas de Morfeo abandonando la atención a mis artes de pescador. Después, yo comenzaba a dudar de si mi idea de haberlo arrastrado a la ribera había sido buena. Algunas veces olvidaba que aquel año iba a cumplir 90 años (y que yo estaba a punto de entrar en los 60. Sólo supe que los hijos dejamos de ser niños cuando se murió mi padre.) Pero, aunque yo no lo sabía, todavía faltaban meses para que sucediera aquello. Yo sólo deseaba con fervor que él viera en la punta de mi caña una picada y que me contemplara baldar a una gran lubina o a una dorada saltar enganchada en el anzuelo de mi aparejo, una gran dorada que sirviera para dar un banquete a media docena de comensales. Como las que había pescado él cuando era más joven y yo las había visto en una enorme fuente en la cocina de casa mientras él se explicaba. “Tiran como diablos. La primera picada es estremecedora, pero no saben que yo tengo el mejor carrete de la región y una caña de bambú como tiene que ser, no como esas mariconadas de carbono que se cascan con el viento. Después del susto me crezco y me cago en su morro duro y redondo como el pomo de una puerta. Y tiro cuando el bicho tira para que comprenda que no tiene nada que hacer. Hasta que la canso y la ahogo y la acerco con amor hasta mi redaño, le quito el anzuelo y la meto en el saco de tela que me hace vuestra madre, no en esas cestitas de mimbre que usan los veraneantes. Para ser un buen pescador tienes que haber pescado mucho. Bichos grandes.” ¡Dios! ¡Como me hubiera gustado pescar una buena pieza delante de sus ojos! La última vez que llegué a casa con una lubina de más de un kilo, sacó con sus dedos arrugados sus agallas y dijo con sorna: “¿Cuánto has pagado en la pescadería por este pez viejo?” Creo que desde entonces le estaba dando vueltas en meterle en el coche y traerle a la casita que tenemos cerca de la playa, en Cantabria. No sólo para que me viera sacar una buena pieza sino para que gozara de una tarde de  cielo y mar. Pero sobre todo, lo primero. Porque además yo sabía que se iba a poner muy contento y que la iba a gozar contándoselo al barbero, a la asistenta y también a sus nietos. Pero no tuve suerte. Saqué una boga de diez centímetros y la devolví a la mar. Después de dos horas y pico comprobé que la marea estaba arriba y que pronto comenzaría a bajar el agua. Dejé la caña tumbada en la gran roca plana en la que me movía y comencé a guardar las cosas en el saco. Al terminar, me hice con la caña para rebobinar el nylon en el carrete. El señuelo con los anzuelos y el plomo estaban en el fondo, creo que en una pequeña poza. Nada más levantar la caña me di cuenta de que el anzuelo se había enganchado en una roca, porque la caña se combó. Menos mal que mi padre seguía dormido plácidamente y no podía ver mi dejadez. Se habría estado riendo todo el día. Nervioso por acabar cuanto antes, tiré con todas mis fuerzas hacia arriba con la esperanza de romper el sedal antes de que mi padre me viera, cuando de pronto la caña se volvió a combar con fuerza y el nylón empezó a cortar el agua de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. ¡Dios! ¡Alguna buena pieza  estaba enganchada! Tan pronto trataba de hundirse como salir y nadar como un rayo. Atenazado  por la excitación olvidé las más primitivas reglas de un pescador y en vez de soltar el carrete para que el bicho se cansara, tiré y tiré siempre recogiendo hasta que la saqué hasta mis pies, volví a dejar la caña en el suelo y me abalancé con ambas manos abiertas para sujetar a una preciosa lubina de unos dos kilos. Y es que también había recogido el redaño con las otras cosas y no me quedaban más que las manos para sujetarla con todas mis fuerzas. Entonces cometí la peor de las novatadas. Envolví el sedal en mi mano derecha y la alcé con la esperanza de poder subirla al lado de mi padre para que la viera bien vista y sacara aquella sonrisa de satisfacción plena, la misma sonrisa que puso en el momento de expirar. La muy puta de la lubina se revolvió con tal fuerza que rompió el nylón, cayó a la roca y dando coletazos se dejó resbalar por la piedra plana manchada de verdín y volvió a la mar. Casi llorando de desesperación corrí al lado de mi padre, lo zarandeé y le dije: ¿La has visto? ¿La has visto? La he tenido sujeta con mis dos manos delante de tus ojos. Se me ha escapado sin querer.
- ¿Qué se te ha escapado?
- Una lubina así de grande. Así. Con la tripa bien gorda. Se ha llevado el anzuelo clavado en su morro.
- ¿Una lubina dices? ¿Y dónde está? Yo no veo ninguna lubina con la tripa gorda.
- Estabas dormido.
- ¿Qué culpa tuve si estaba dormido? Además, las lubinas gordas y relucientes sólo pican de noche -dijo mirándome como se mira a los mentirosos.


                                                                 FIN


Nota: Las ilustraciones y dibujos de este blog son de JUAN GIL.

domingo, 4 de marzo de 2012

CORTINA DE SACO


  (Cuando mi madre tenía tres años, mis abuelos se trasladaron a Goñi Barría, una casona de dos plantas, construida en el año 1808, en donde nacieron el resto de mis tíos maternos y, una generación más tarde, yo. El viaje de una casa a la otra (poco más de un kilómetro) mi madre lo hizo caminando delante de una carreta de bueyes, portando en un brazo una cesta con huevos y en la otra mano su muñeca de trapo. Ella me lo contó muchas veces durante su vida. Lo más asombroso es que recordaba el viaje con absoluta nitidez, aunque sólo contaba tres años.)
                                                                                                                       
                                                                              Para ella


            Ceras y lapiceros de Juan Gil
Las ventanas del camarote son bajas y muy pequeñas. Justo se ve a las personas cuando pasan por la carretera. Después se escuchan sus pasos. Primero se ve el origen del ruido y después se oye el ruido. Siempre sucedió así. Era una cosa rara, de esas que ocurren y nadie se pregunta el porqué.
También aquel día, la abuela vio a la niña antes de escuchar el ruido. Después escuchó el traqueteo de la carreta. En primer lugar vio a la niña portando una cesta de mimbre bajo el brazo. Luego escuchó las pezuñas de los bueyes y el hierro de las llantas de las ruedas mordiendo el polvo. Más tarde vio al carretero con el akullu y tras él aparecieron las cabezotas de los bueyes uncidos al yugo y toda la retahíla. Así lo contó la abuela cuando bajó del camarote.
 El abuelo le interrumpió para decirle que la carreta, que Antón prestó a los desahuciados, metía un ruido de mil demonios y que a lo mejor la niña corrió y se puso delante de su padre y de las cabezotas de los bueyes en el instante que ella se asomó.
- Lo estoy contando yo, no lo estás contando tú -dijo la abuela-. Aunque sólo tiene tres años, la niña iba por delante con una cesta de mimbre bajo el brazo. En la cesta llevaba huevos. Seguramente eran los huevos que habían puesto las gallinas durante la mañana en su nidal. Hacía frío. Sólo llevaba una chaqueta de punto azul y roja. No llevaba calcetines y se le veía el trasero. Pero puedo asegurar que en la cestita de mimbre llevaba huevos y que después de pasar ella, sólo al de un rato, se escucharon las ruedas de la carreta. Me acordé de cuando yo vine a vivir a esta casa con mis padres y mis dos hermanos mayores. Yo también traje una cesta con huevos. ¿Por qué las cosas de una vida, propiedad de una persona, se repiten en otra vida?
La abuela terminó de hablar golpeando el suelo de la cocina con sus zuecos rojos. “No patalees”, dijo el abuelo, pero ella no le hizo caso y golpeó con más fuerza el cemento rojo del suelo con sus zuecos también rojos, pero rojos color cereza.
- ¿Por qué me gritas si siempre ha sido igual? -dijo la abuela abriendo sus ojos con una extrañeza inconmensurable, como si fuera la primera vez que veía elevarse al sol por detrás de las montañas.
Yo pensé que la abuela no tuvo más remedio que ponerse de rodillas y agachar la cerviz para ver mejor la estrada. Lo tuvo que hacer sin duda. Yo también me tenía que agachar para ver la estrada. Bueno, yo me tumbaba panza abajo y ponía mis dos manos bajo mi barbilla. Era el mejor lugar de la casa para ver sin ser visto. Sé que la abuela se inventaba muchos viajes al camarote para fisgar un rato. No es que pasara mucha gente por delante de nuestra casa. Pero era su vida y era lo que había.

- Los bueyes llevaban mantas a rayas. El carro iba cargado hasta los topes, a lo ancho y a lo alto, tan alto que los gemelos, dos chicos de unos diez u once años iban apartando las piedras de delante de las ruedas para que el carro no volcara. ¡Dios Santo! ¿Cómo se pueden apiñar tantas cosas en una carreta? ¿Cuánto tiempo y paciencia se necesitaba para que el diablo no hiciera una travesura y pusiera la carreta patas arriba? ¡Aquello era digno de ver! ¡Pocas veces había pasado por la estrada de delante de nuestra casa un carro con todos los enseres que se necesitan para vivir en una casa con cuatro paredes!
 A decir verdad, la abuela no recordaba cosa parecida. Lo estuvo contando durante todo el día, desgranando los objetos que se olvidaba de enumerar. ¡Pobre gente! ¿Y las gallinas? ¿En dónde habían dejado las gallinas? ¡Cualquiera se las podía llevar a su casa tan ricamente!
- ¡A lo mejor no tenían gallinas! -le dijo el abuelo.
- ¿De dónde habían sacado los huevos que la niña llevaba en su cestita de mimbre?
- ¡Vete tú a saber!
Mi madre dijo que el abuelo estaba enfadado porque la abuela no le llamó para que viera el espectáculo.
- ¿Cómo quieres que te llamara si lo estaba viendo yo?
- Como lo has hecho siempre que me has necesitado: por el hueco de la escalera.
- Tú sabes bien que no da tiempo de correr hasta el hueco de la escalera, gritar tu nombre tres o cuatro veces y regresar a la ventana. ¡Habrían volado! ¡Al regresar nosotros a la ventana, ellos habrían volado cuarenta o cincuenta metros hacia la fuente!
- No hace falta llamarme tres o cuatro veces.
- O seis o siete. O todas las veces que pueda llamarte sin perder la voz. ¿Si no estás sordo por qué regalas nuestro dinero al médico?
- Porque se me hacen tapones.
- A un hombre justo no se le hacen tapones. En mi familia nadie tuvo tapones.
- ¿Qué tiene que ver la justicia con la cera de mis oídos?
- ¡Tú sabrás! ¡Yo no tengo!
- ¡Mujeres! ¡Sólo las mujeres tienen el don de enredar las cosas!
- ¡Cállate, cállate! ¿Acaso no tienes corazón? ¿No puedes pensar ni siquiera un segundo en esa pobre familia?
- ¡Te juro que yo no puedo pensar en lo que no he visto! Además, ¿por qué te dan tanta pena?
- ¿Cómo no voy a tener pena de una familia que les han despachado de casa?
- ¡Ya habrán buscado otra!
- ¡El pórtico de la iglesia, eso es lo que han encontrado! En época de nieves, han encontrado el pórtico de la iglesia. Y lo podrán usar, si les deja el párroco. Mañana es domingo y al párroco no le gusta tener el pórtico con niños, gallinas y perros en horas de misa. Los días de labor, hace la vista gorda, pero el domingo, no.
- Ellos sabrán lo que hacen. Esa pareja siempre ha tenido pocas cosas.
- ¡Un carro lleno! ¡Te parecerá poco!
- Un carro lleno de lo imprescindible. ¿Cuántos carros necesitarías sólo para transportar tus chucherías? Los pobres se conforman con poco. Estarán bien en el pórtico de la iglesia. ¿Dónde quieres que vayan si no? No hay ninguna casa vacía en el pueblo. Si no hay ninguna casa vacía en el pueblo, tendrán que buscar otro pueblo en donde haya una casa vacía y un dueño que se la quiera alquilar. Siempre ha sido así. ¿No has oído hablar de la ley de la oferta y de la demanda?
- Alguna familia ya tendrán por los alrededores, pienso yo. Siempre es mejor recurrir a la familia, que ir a dormir al pórtico de la iglesia un domingo por la mañana -dijo la abuela.
- O no. Vete a saber lo que es mejor o peor. Algunas veces, cuanto más necesitas de la familia, descubres que se ha ido a calentar las manos al fuego del infierno.
Entonces la abuela me miró a mí. Yo no temía la mirada de la abuela. Mis tíos decían que la mirada de la abuela era como tizones de carbón a punto de explotar. Es cierto que a la abuela le brillaban los ojos, pero no se asemejaban a tizones. Más bien eran cristales que reflejaban el sol y escondían el ángulo de su mirada. Precisamente, el abuelo le decía el día de su cumpleaños (solamente el día de su cumpleaños) que todavía no se había marchado de casa por la luz de sus ojos. “Hablas demasiado, te gustan los chismes, te molesta el humo de mi capacha, me obligas a mudarme mi ropa interior una vez a la semana. Cualquiera de estos defectos es suficiente para que te haya abandonado, pero me enamoré de ti por la luz de tus ojos y no han dejado de alumbrarme cuando te miro. El día que dejen de brillar tus ojos, me marcharé de esta casa.”
- ¿A dónde vas a ir tú, cuitado?
- Me llevarán. Me llevarán al cementerio. Tú sabes bien que así será.
A la abuela se le ponían los ojos tristes. Se le ponían los ojos tristes y se ponía a silbar.

- ¿Sabes lo que más pena me da de esa gente? -me preguntó la abuela-. La pérdida de intimidad. Donde no hay intimidad, no hay decoro.
Me quedé callado.
- Si alguien viera a tu abuelo comer sopas de leche y pan en camiseta en el pórtico de la iglesia, echaría una buena carcajada. Lo peor además es que esa persona se creería en su propio derecho de reírse en sus narices, porque una persona que come sopas de leche y pan en camiseta en el pórtico de la iglesia hace teatro para que los demás lo pasen bien o está loco. Sin embargo, si las come en la cocina de su casa, como tú sabes que lo hace durante trescientos sesenta y cinco días al año, está bien. Y pasa lo mismo con todo lo que hacemos en privado. ¡Dios mío! Esa pobre gente va a hacer circo mientras permanezca en el pórtico de la iglesia. No poseer una casa en donde atender a tus hijos es indigno de unas personas bautizadas. Todos tus tíos viven en una casa propia con su familia. Nosotros, gracias a Dios, conservamos los ocho cuartos que heredé de mis padres. Todavía tengo fuerzas para encerar dos veces al año los suelos de madera, de poner a orear las colchas de sus camas y de lavar las cortinas de sus ventanas.
Goñibarría (1808)

Ya habíamos cenado y mi madre había recogido la mesa. Creo que hasta había quitado el hule. El encargado de recoger el hule era yo. Lo enrollaba en una caña y lo sujetaba con una goma gris. Recuerdo que mi padre ya había cogido los naipes del cajoncito del armario de la cocina y estaba haciendo un solitario encima de la mesa. Era más o menos el último minuto de la noche en el que era todavía correcto que el teléfono sonara.  Sonó. Mi padre hizo un amago como para ir a contestar, pero se quedó clavado en su silla porque sabía, todos sabíamos que era la tía Rufina, una hermana de mi abuela o la única hermana viva de mi abuela, que vivía en una casa de piedra con un balcón de hierro que rodeaba la arista suroeste en donde había un reloj de sol. La casa de la tía Rufina tenía un jardín con rosas y un paseo de guijo enmarcado por arbustos. La tía Rufina era viuda, era la madre de don Plácido, un médico que a decir de mi padre era un borrachín, por lo que deducía que mi padre no andaba lejos de serlo, ya que eran buenos camaradas.
Bien. Aunque sabíamos todos quién llamaba, el teléfono nos asustó.
- ¡Voy a cogerlo! ¡No os molestéis! ¡Voy a cogerlo! ¿Quién puede ser a estas horas?-dijo mi madre.
Me adelanté a mi madre y di al interruptor del pasillo. Llegué a la salita donde se encuentra el teléfono y acerté a la primera también con el interruptor. Para cuando mi madre lo descolgó ya había dado el sexto timbrazo.
- ¿Eres Helena? -oí decir a la tía Rufina con su aliento que huele a cazalla.
- ¡Claro! ¿Quién crees que iba a ser?
Fue en este momento cuando la abuela comenzó a golpear el suelo de su salita (el techo de nuestra salita) con sus zuecos de madera pintados de rojo cereza y mi padre arrojó la baraja al suelo de la cocina porque es una de las muchas cosas que no soportaba de los abuelos. La otra es cuando el abuelo afilaba su guadaña en un tronco especial que había fabricado él para sujetar el clavo y poder hacer el trabajo por las noches al calor de su cocina y no en la humedad y la corriente de la puerta de la cuadra. En realidad, ambos estrépitos eran insoportables, sólo atribuibles a una tribu de zulúes o a dos viejos con el firmamento desorganizado. Mi padre era jefe de Sección en una Fábrica, no usaba corbata, se cubría su calva con una hermosa boina todo el año y sabía decir cosas así. Como yo me destripaba de risa cada vez que decía cosas así, me miraba de reojo y a mí me gustaba que me mirara de reojo.
  La abuela arrebató el teléfono de las manos de mi madre. Entonces mi madre y yo acercamos nuestras cabezas al auricular para no perdernos palabra de la tía Rufina. Estábamos tan acostumbrados a hacerlo que nuestras tres cabezas y el aparato de teléfono se articulaban a la perfección de manera natural.
- ¿Ya han llegado esos desgraciados? -preguntó a la tía Rufina.
- ¡Huelen que apestan!
- Pero no habrán metido el ganado en el pórtico. Mañana es día del Señor.
- Hasta el fondo. Han entrado los bueyes, el carro, los niños, los padres y ahora llega un burro. ¡Hasta el fondo del pórtico! ¡Otro tanto! ¡Qué barbaridad! ¡Lo que hay que ver! ¡Jesús, María y José! ¡Esto va a ser una romería! ¡Una fiesta! ¿Sabes lo que es una fiesta?
- Ya sé lo que es una fiesta. No sé por qué te pones tan alterada. No es la primera vez que la gente va a dormir al pórtico de la iglesia.
- Lo peor es que va a nevar y harán fuego dentro del pórtico.
- ¡No prenderán fuego a alguna viga! -exclamó la abuela abriendo mucho los párpados de sus ojos.
- Voy a bajar y les voy a recomendar que acarreen agua de la fuente por si a caso.
- ¡No te metas donde no te llaman! Aunque vayas con buena intención, ellos pensarán que vas a husmear. Y no hay nada peor en esta vida que una vieja con las narices fuera de su sitio.
- ¡Pero si está el pórtico lleno de gente! Primero llegan los niños y después vienen sus madres a recogerlos. Desde luego que no se marchan ¡Qué se van a marchar! Se quedan dándole a la lengua y fisgando lo que tiene esta familia. ¡Esto es una romería! Sólo falta la vieja que vende escapularios, el viejo de las rosquillas de anís y el cojo que sabe bailar la trompa encima de la palma de su mano.
La abuela se sentó en la butaca que está al lado del teléfono. Hasta entonces había permanecido encorvada, pero es que el color de su rostro todavía no había empalidecido. Perdió el color segundos antes de tomar asiento, segundos antes de entregar el teléfono a mi madre y de ordenarle con un gesto lánguido que se despidiera de la tía Rufina. La abuela perdió el color sólo un instante. Yo creo que unos diez segundos, los suficientes para que mi madre y yo nos asustáramos.
- Esa es la triste realidad -dijo la abuela al ganar su color habitual-. No que la familia de la niña que llevaba los huevos en la cesta tenga que dormir en el pórtico de la iglesia, sino que hayan perdido la paz de su hogar. ¡Ya te lo he dicho antes, hijo, ya te lo he dicho! -exclamó la abuela agarrándome de las manos para que le ayudara a levantarse. Lo peor que le puede suceder a una familia es que les arrebaten las paredes de su casa. Es lo que la gente vulgar llama quedarse con el culo al aíre.
La abuela se quedó un momento sentada en la butaca, con la cabeza inclinada, apoyada en el puño de su mano derecha. Fue sólo unos breves instantes. Los suficientes para coger ánimos y levantarse con brío. El ruido de sus pasos nos recordó que iba calzada con sus zuecos rojos. Salió de la salita con nosotros detrás. Se zampó el pasillo de quince metros dejando a diestra y siniestra las siete habitaciones que componían nuestra casa, además de la otra sala de al lado del comedor y del hall, que es en donde se encontraba la puerta que daba al portalón y a las escaleras que ascendían a su casa, en el primer piso, que subió golpeándolas con el compás que había marcado en el metrónomo compuesto por el taconeo de sus zuecos rojos, del mismo color rojo con el que pintaba el abuelo los asientos del bote todas las primaveras para ir a pescar txipirones en el verano pegado al morro del Abra. Subió las veintidós escaleras y dos descansillos con la seguridad de que la puerta de su casa, la casa de los abuelos en donde había parido a seis de sus nueve hijos, todos varones, menos mi madre, y que ahora vivían en sus propias casas con sus esposas y sus hijos, mis primos, que en total sumábamos veintisiete nietos, los cuales habían heredado la mayoría de las costumbres de los abuelos, como era la de poseer una casa propia, embarcación, una escopeta de cartuchos del 12 y un perro, estaba abierta, como la encontramos, abierta de par en par para que entrara perseguida por nosotros, su única hija y su único nieto, que aunque mi primer apellido no era el de su marido, era su único nieto que había nacido en su casa con la ayuda de ella, porque fue la abuela la que le ayudó a parir a su hija a su único hijo, que era yo, con la ayuda de mi padre y de mi abuelo por la ausencia de don Plácido que llegó justo para felicitar a mi padre y a mi abuelo que fueron los que calentaron el agua y los que esperaron en la puerta de la habitación a que mi abuela les llevara a sus brazos, ya limpio y con un chupete en la boca, augurio, según mi abuelo, de que iba a ser su nieto preferido, el de mi abuela, como en efecto, lo era. Recorrimos ahora la casa de arriba, más grande que la de abajo, con sitio para tres chimeneas, un piano de cola que nadie tocaba desde que se casó mi tío pequeño, un comedor de diario y armarios de nogal que se pasaban la noche crujiendo para meter miedo a las ratas. La recorrimos en busca de mi abuelo, que había desaparecido y lo hallamos en el camarote, agachado frente a una de las ventanas pequeñas que daban a la estrada por donde habían pasado casi al mediodía la niña con la cestita de huevos, la pareja de bueyes y toda la parafernalia. El abuelo no había encendido las bombillas del camarote y el muy tonto se quedó muy quieto, de seguro que se quedó muy quieto para que no le descubriéramos sin percatarse que no había apagado el cigarrillo que estaba fumando.
- ¿Por qué piensas que los vi pasar por esa ventana, listo? -le dijo la abuela.
- Eres malpensada, mujer. He venido a buscaros.
- Ya. Te creo. Alúmbranos a la cuadra.
El abuelo puso su manaza encima de mi hombro al pasar por mi lado. Le ayudé a cerrar la puerta del camarote. Ahora los hombres íbamos juntos y las mujeres nos llevaban la delantera. El abuelo y yo entramos a su casa, cogimos el farol de encima del armario de la cocina. El abuelo me alcanzó una bujía nueva y me la dio para que la cambiara. También me dio el coño para darle fuego a la vela. Prendí el cabo a la primera, devolví el mechero al abuelo y cerré la ventana de cristal del farol. La abuela y mi madre nos esperaban en el portal para hacer el camino de la casa a la cuadra por el camino de losas. Chata, la única vaca que conservaban los abuelos, nos mugió casi sin meter ruido y agachó su testuz para que mis brazos pudieran abrazarla. Antes, el abuelo, había dado la luz eléctrica y se había colocado con los brazos en jarras, en medio de la cuadra, que era grande, demasiado grande para una sola vaca. Se quedó esperando a que la abuela dijera lo que quería que hiciéramos. Que hiciéramos o que hiciese él, pero algo sin duda importante, porque la abuela nunca nos había arrastrado a la cuadra una vez de haber dado de cenar a Chata, cerrada la cerradura con una llave que pesaba medio kilo y de haber bajado la cortina de la estancia de la vaca. Porque la cuadra era tan grande que cuando Chata se quedó sola, la abuela le confeccionó con una arpillera de saco una inmensa cortina que ordenó colgar al abuelo de punta a punta de una de las vigas de roble que sustentaban el camarote de la cuadra. Una inmensa cortina de saco que se subía por las mañanas y, enroscándola sobre ella misma, se sujetaba en un clavo de la viga para que entrara la luz en la habitación de Chata. La misma cortina de saco que cortó la abuela con la punta de la hoz de pelar remolachas subida a una escalera de tijera mientras le contemplábamos todos sin saber qué hacer, mi padre también la miraba desde la puerta de la cuadra y fue, como siempre, el primero que la comprendió. Mi padre parece que no está en la tierra pero se entera de todo lo que pasa en casa, arriba y abajo. Por eso sacó la camioneta del garaje mientras ella terminaba de cortar a lo largo la cortina de saco que protegía a la vaca de miradas de extraños, sobre todo cuando estaba de parto y la abuela la mantenía dos o tres días bajada, aunque la subía siempre que llegaban mis primos a ver el ternero recién parido.

También fueron mi padre y la abuela los que sujetaron de la viga del pórtico de la iglesia con unos clavos y un martillo la cortina de saco que cubrió por completo el carro a medio descargar, las camas a medio montar, y a toda la parafernalia que la abuela había visto pasar desde una de las ventanas pequeñas del camarote de nuestra casa que da a la estrada.

Mi abuelo, mi madre y yo les esperamos en la verja de hierro del pórtico. 
- La cestita con huevos que llevaba la niña la tienen encima de una mesa. Sin embargo, te aseguro que no he visto gallinas por ninguna parte -dijo la abuela al abuelo camino de la camioneta.
- Seguramente serán huevos de madera -le respondió el abuelo.
- ¿Cómo los van a comer sin son de madera?
- Ése es su problema.

                     

                                                                       FIN