domingo, 24 de junio de 2012

MOCHITA (AÑO MCMLIX)




- ¡Mochita, enana! ¡El artista está aquí! Viste una chaqueta de terciopelo negra y un pañuelo amarillo para secarse las lágrimas. Es hermoso como un rey italiano con olor a billetes de Banco.
- En Italia no hay reyes.
- Tienes lotería premiada, Chita, enana. ¡Has enamorado a un barón!
- ¿Ya son las diez?
- Y dentro de una hora, las once.
- ¡Qué sueño más largo me dio esta noche! ¿Ya ha bajado del coche el barón? -dijo Mochita.
- En ello está con la ayuda de su chófer. Hoy no te libras de ponerte en pelota, que trae un lienzo grande, Chita.
- ¿Me has cosido las puntillas?
- Un trabajo de monja. Te aseguro que un lienzo tan grande da para más que unas bragas con puntillas. Es tu potito, Chumi, que tu potito es arte fino. El Barón no quiere bragas. ¡Quiere tu potito chiquito, enana!
- ¡Deja de escupir mocos! Mi pintor es un viejo perdido en sus recuerdos de París, cuando pintaba a divas con más lustre que nosotras.
- Los potitos de París son de muñecas de cartón. Tu potito en francos, ¿Cuánto vale tu potito en francos, mochita?
- ¡Cien francos!
- ¡Mil!
Mochita salta de la cama empujada por un muelle. Vacía su cuerpo de ropa de dormir dentro de la ducha y la tira al suelo. Aurora, la Chichi, flaca como una faneca sin tripas la recoge y la pliega. Suena el arpa del agua y los gritos cortados de Mochita. Aurora separa un dedo el visillo de la ventana.
- El chofer trae flores. Te traen flores rojas y unas pequeñas, azules. Parecen mariposas. Quiere que poses desnuda, con el potito para alante. ¡Pídele la luna y un saco de estrellas de oro!
- Don Jaime no es guarro. Es un artista de verdad. Son flores de adorno. Las coloca aquí y allá. Y a mí me manda sentarme así y asó. ¡Qué fría está el agua! ¡Chichi, que se me queda el chumi chocho. Don Jaime es puntual. Me dirá que son más de las diez -sopla pompas, Mochita-. Y le nacerán fuegos malos en los ojos. Tiene fábricas de hacer hierro, ¿sabes?
- No te embobes, Mochita. No te embobes.
- Escucha, alma de Dios. Dime si mi viejo se muerde sus labios con sus dientes. Baja y sube y dime si las flores traen olor. Llévale al salón, al pie del escenario. Me quiere retratar delante del contrabajo sentada en una silla de rejilla, Chichi. Me quiere hacer un retrato universal, pero yo tengo miedo a las pulgas, que son grandes como lobos.
- ¡A mí como si te retrata en la catedral! Avisa a la doña que vas a tener ocupado el salón.
- Hasta la hora de comer.
- La doña no está para pamplinas. Querrá cobrar a tu pintor un montón.
- Un montón de palabras. La Jefa sacará toda su mala leche y escupirá un montón de palabras. Pero ella es puta vieja y sabe ser señora. ¡Qué empaque tiene la doña cuando se pone las medias para ir a misa! ¡Parece una diva! Y si se viste mantilla, la Señora del Pardo parece a su lado sirvienta de taberna. ¡Qué de olés ha recibido la madama! En Barcelona dicen que cuando pasaba por delante de la catedral el Monseñor Cardenal salía a darle la bendición con un hisopo militar.
- Voy y se lo digo.
Chichi baja tiesa las escaleras  y gira sus flacuras hacia la cocina del burdel en donde la madama, gran vedette de las noches, remueve un puchero de lentejas con oreja de cerdo.
- Me dice Mochita que te diga que va a tener la sala de fiestas hasta el mediodía.
- Mochita ha cautivado al viejo. ¡Cuando hay amor! Abre la puerta al señor, mujer, que viene a pintar a la niña en pelota picada delante del violón. Deja. Mejor que le abra yo y le dé la bienvenida.
La madama sale al salón y se coloca bien los rizos frente a un espejo. Coge una botella de San Roque y bebe a morro un trago largo. Remueve su cabeza como un caballo y retumba el suelo con una zapateta briosa.
- ¡Adelante don Jaime, Barón de Chapín! – dice la doña abriendo la puerta.
-Escarpín, querida Estrella, Escarpín. Barón de Escarpín por gracia de Carlos VII.
-Déjeme. Yo le ayudo. ¿Qué trae en esa bolsa? Es un mantón de Manila, ¡a que sí! ¡Mi Mochi con un mantón de Manila!
- Rojo y azul. De mi madre Galdeana De´lmit. Huele a flores de anís de Sierra Navarra.
- Mi abuela era Miguela Arrobo. ¿Verdad que los nombres de antes huelen a antiguo?
- Usted se llama Estrella Arrobo.
- Yo me llamo Estrella Jarabo Arrobo.
- Suena a miembro del Partido Comunista.
- Mi nombre completo es María Estrella.
- Dicho así suena a puta de tronío.
- Llámeme Jaime. Ya solo falta el lienzo. Y las flores. El lienzo y las flores están contra el muro de la casa.
- ¡Mochita, enana! ¡Ha venido don Jaime a retratarte el coño delante del violón! ¡Seguro que lo colocan en el museo de Bellas Artes!
- ¡Qué cabrona eres! -exclama la Chichi con fuego desde encima del tablado!
La Chichi barre el escenario donde toca la orquestina de siete de la tarde a tres de la mañana. A partir de las once y cada hora, canta Estrella, la vedette, boleros mansos con trémolos angustiosos que sacan truenos de la piel de las manos del personal. También se atreve con una marcha en alemán, ataviada con unas bragas de oro y un sostén con ribetes de guata teñida de rosa. En su cabeza un arco de Bará que robó en el Molino de Barcelona. Y para terminar su actuación una canción picarona compuesta por un estudiante de ingeniero que cuando ella dice: “¿Qué me picará?”, los golfos noctivagos gritan levantando sus vasos “¡El coño!” Es cuando a la Chichi, Aurora, le corre un escalofrío y brotan lágrimas de sus ojos de muñeca y cuerpo de gata flaca de tejado. ¡Aquello es triunfar! Una noche Estrella le dejó subirse al escenario ataviada con un vestido verde yerba, largo, ceñido, como Marilyn Monroe, como Marilyn pero con caderas de faneca, pelo lacio, plana de pecho, plana de todo. Y cantó el bolero que cantaba su madre cuando barría el patio de su casa, el mismo que cantaba ella por las mañanas cuando barría el escenario, muchas veces con los focos encendidos, con las bombillas de colores del fondo también encendidas y con el micro en ON.

Sevilla tuvo que ser
Con su lunita plateada
Testigo de nuestro amor
Bajo la noche callada
Y nos quisimos tú y yo
Con un amor sin pecado
Pero el destino ha querido
Que vivamos separados…

Y allí se le fue la memoria y casi se caga. El público la terminó en orfeón y ella dibujó tres pasos de bolero. Desde entonces la Chichi sólo sube al escenario a quitarle el polvo al contrabajo, a la piel de los tambores, a los platillos, al teclado del piano que tocaba don Adolfito con dos dedos de cada mano, cuatro dedos en total, y para recorrer las teclas, las 88 teclas del piano, usaba media pinza de tender la ropa. Don Adolfito tocaba por tragos de cerveza, no por botellines, por tragos. ¡Mira que hay gente rara, tú! No quería cinco pavos por nada del mundo. Esos se los chorizaba a su mamá. Don Jaime le pidió que posara para hacerle un retrato, pero don Adolfito que antes muerto que posando para un pintor de Neguri que le colgaban los cuadros en los museos. De eso sabía mucho Mochita, pero sabía permanecer chitón con las cosas de los señores. Mochita quería llegar a ser puta aristocrática. Por eso no se iba a la cama con hombres con las uñas negras.
Mochita cumplió los veinte en Candelas, pero su mirada maliciosa le hace parecer una niña de 13 años. Mochita llega al salón al mismo tiempo que don Jaime. La Chichi, que no puede estar callando, da las novedades desde el escenario:
- Miss Tánger ha estrenado un abrigo de astracán y como le da calor se lo pone encima de la combi.
- Miss Tánger era la mujer más hermosa que trabajaba en Pigalle hace cuarenta años. Yo robé en casa media docena de banderillas de la plaza de Sevilla y una docena de cubiertos de plata para poder ir a verla. Lo vendí todo en el Mercado de las Pulgas y me duró una semana. Un tendero catalán le regaló un par de pendientes que hurtó del tesoro de la Moreneta. Se los ponía cuando trabajaba con Josefina Baker. Bien. Ahora quiero quietud y silencio. Quiero estar sólo con esta señorita. No lo digo por su pudor. Ella guardó un día su pudor dentro de su ropero y lo tiene perdido. ¿No es cierto? Cuando llegues a vieja como Miss Tánger, entonces lo echarás de menos e irás a buscarlo y te lo volverás a poner. Todos los viejos se vuelven pudorosos.
- ¿Tú perdiste tu pudor, don Jaime?
- Los artistas nacemos sin pudor. Los artistas que tienen pudor no triunfan. Llevan el fracaso pintado en su mirada.
- Tus amigos que vienen a ver a Miss Tánger no son artistas y no tienen pudor.
- Tienen dinero. Son ricos. Los ricos tampoco tienen pudor, pero lo disimulan.
Don Jaime se sube al escenario y sienta a Mochita con las piernas separadas en la silla de culo de rejilla. Le ruega que deje colgar sus brazos muertos y que no cese de mirarle a su frente.
- No a mis ojos. A mi frente.
El carboncillo rasga el silencio. Al rato, dice Mochita:
- Yo no conocí a mi abuelo. Tengo que hablar para no dormirme.
- Aunque te haga cosquillas una mosca, ignórala.
- No conocí a ningún abuelo. Uno era marinero y el otro anarquista. El marinero se ahogó y al anarquista lo fusilaron. Si tengo que decir patata para dibujar una sonrisa, me lo dices.
- No soy fotógrafo. Además, quiero que estés seria como un torero en la arena.
- No sé.
- Sabes estar formal.
- Poco.
- Permanece formal, poco. Dime cómo se llamaba tu abuelo marinero.
- Creo que Bernabé. Era el padre de mi padre. El Anarquista se llamaba Isaías.
- Isaías fue un escritor muy fino. Escribió el principio del libro que lleva su nombre, que a su vez fue el primer libro de la Biblia.
- No creo que él supiera eso. Su mujer quemaba los libros para hacer fuego. Un día salió de casa y ya no regresó nunca. La mujer de Bernabé era mi abuela. Te voy a contar. Verás. Cuando yo tenía cinco años, una noche de tormenta mi padre y yo sentimos que alguien cerraba la puerta con un golpe fuerte. Salimos los dos a la calle y sólo alcanzamos a ver la parte trasera de una camioneta.
“- ¡Regresa, cabrona!” -dijo mi padre a la camioneta. Mi padre comenzó a llorar y me acariciaba el cabello y se le mojó el rostro. Y a mí también. La camioneta giro arriba y pasó por delante de nuestras narices. Al volante iba un hombre, al lado de mi madre, que echó una carcajada.
“- Me has tratado demasiado mal durante demasiado tiempo. Ahora tendrás que acostumbrarte a lo que es verdaderamente malo.” Sólo tenía cinco años pero me acuerdo palabra por palabra. Le habló así de largo. Y yo recuerdo como si fuera sólo una palabra. El motor hizo run-run. Dos acelerones para anunciarnos que nos quedábamos solos. Que me dejaba a mí para que me cuidara, que en la cocina había ropa sucia en todas partes y sartenes con lepra, pucheros negros, calcetines y calzoncillos. Que en el centro de la mesa de la cocina, entre montones de platos, tazas, un bollo con mantequilla cubierto de moscas, quedaba la caja de las facturas impagadas: las letras del coche, el tercer aviso de la tele, facturas del gas, del teléfono, de la luz, del agua.
Al amanecer el sol nos cego. Mi padre arrancó el coche e hicimos de una tirada los seiscientos kilómetros que nos separaban de casa de la abuela Rosa, la mujer de mi abuelo Isaías. Yo no lloré en todo el trayecto. Me lo pasé jugando con un caracol de cáscara rosa y mirando los ojos de mi padre. ¡Mi padre! Mi padre me dejó allí con mi vestido amarillo, sin zapatos, ni calcetines ni bragas. Sólo con ganas de orinar, tantas que me oriné en medio de la cocina y la abuela me pegó fuerte y me acostó en su cama, la única cama que había en el único cuarto de la casa. Cuando desperté mi padre ya se había ido. Mi abuela me compró un par de botas de cuero de segunda mano, unas medias color carne, bragas y un vestido de terliz rosa y blanco. Si no hacía frío mi abuela me llevaba los domingos a pedir por las casas. El dinero lo guardábamos en una lata y la lata la escondíamos tras unas botas muy viejas. Cuando me hice más mayor la abuela me confesó que aquellas botas era el calzado que mi abuelo llevaba el día que lo fusilaron.
- Ya puedes decir patata -dijo don Jaime-. Es para ver tu sonrisa tras tantas desgracias.
- No lloro desde que soy puta.
Fue entonces cuando don Jaime descubrió el secreto de su rostro. Descubrió el alma que llevamos todos los individuos escondida. Sintió un escalofrío como siempre que lograba penetrar en “el alma” de su trabajo. Borró la comisura de sus labios y le bajó la raya de los párpados. Todo muy rápido. Con la rapidez que clama el arte de saber captar el rayo que dibuja el temperamento del retrato. Don Jaime se reía como un niño. Le sobraban sus dedos para plasmar en la tela la triste sonrisa que había remanecido como un rayo de sol polar entre las nubes negras de una tormenta.
- ¿Quién te llama Barón? -preguntó Mochita.
- Los recepcionistas de los hoteles. Tengo la intuición de que vas a ser famosa. Tu velada sonrisa terminará en un gran museo.
- ¿Y el violón? ¿Y lo otro? ¿Cómo vas a pintar mi coño sin haberlo visto?
- Un cuadro no se pinta en un día. O quizás sí. Saca un trago de algo.
Mochita sirvió dos mostos. Dejó las copas encima de un atabal. Puso un disco de Antonio Machín. Bailaron al son de la voz del negro:

Mira que eres linda
Que preciosa eres,
Verdad que en mi vida
No he visto muñeca más linda que tú:

Con esos ojazos
Que pareces soles,
Con esa mirada
Siempre enamorada
Con que miras tú…

Desde aquel día, Don Jaime sacaba el lienzo del cuarto de Mochita, ordenaba sentar a la joven delante del violón y se quedaba traspuesto durante cuatro horas sin abrir un tubo de óleo, sin soplar los pelos de los pinceles. Se quedaba mirando el boceto de Mochita, el mejor boceto que había pintado en su vida y el miedo a estropearlo, a plasmar la inmensa realidad que había creado, le atornillaban sus huesos hasta dejarlos sin movimiento. Cuando comprendía que no iba a manchar la paleta, cubría el lienzo con el mantón de Manila y decía con una inmensa tristeza:
- Anda Mochita, saca mosto con aceitunas y pon un bolero de Machín.
- No lo vas a terminar. Sé que nunca vas a terminarlo.
- ¿Qué dices Mochita?
- Que el cuadro ya está terminado. Si lo ensucias aunque sea con una rayita, lo vas a joder.
- ¡Qué lista eres, Mochita! ¿Por qué te metiste puta con lo lista que eres?
- ¿Crees que las putas somos tontas? Si no vas a terminar este cuadro con color, con el chal, es mejor que empieces otro.
- ¿Viéndose el potito?
- ¡El potito, el mantón de Manila y el violón!



                                                                  FIN


P.D. Desde el día 3 de febrero de 2012 he publicado 8 cuentos, todos ellos todavía presentes en mi blog.  Según el contador de entradas, comenzaron a leerlos dos docenas de amigos. Hoy es el día que los leen una media de quinientos lectores. Mi agradecimiento más profundo a todos ellos.
J.J. Rapha Bilbao.






jueves, 7 de junio de 2012

LAS MOIRAS (Cuento Infantil)


Cuando Iñe dejó de usar calcetines blancos  se convirtió en Garbiñe.  Para ella.


- Clara viene en bicicleta, -dijo Iñe. -Mamá tiene razón, no saca los brazos en las curvas, calza alpargatas, no toca la chicharra y es más vieja que Matusalén. Cualquier día llegarán a decirnos que el bus se ha quedado con media pierna y que sus huesos no valen ni para hacer caldo. ¡Y frena con los talones! ¡Frena con lo gordo de sus talones! ¿Con esto?, ¿ves? ¡Frena con esto!
Iñe, por aquel entonces, usaba calcetines blancos de perlé, un lazo amarillo de terciopelo sujeto a su pelo con una horquilla de carey y tenía la costumbre de acercarse a tus orejas cantando con voz grave “Angelitos Negros”. Sacaba de sus fondos una voz tan grave que la piel se te ponía de gallina y no se te ocurría nada para vengarte con la misma intensidad. Iñe tenía prohibido abrir la verja del jardín, pero le traía sin cuidado. Se escapaba por un roto del alambre, detrás  de los manzanos, donde saltaban los jilgueros y se bañaban en un arroyo de agua ferruginosa que nacía de un caño forrado de musgo. Salía con sus patines arrastrándose el culo y llegaba casi hasta la iglesia esquivando los baches cagada de risa. Solía esperar a Clara escondida detrás de los troncos centenarios del paseo de plátanos y cuando la anciana aparecía por la curva del cementerio se le echaba encima como una loca, se agarraba al vuelo de su bata y bajaban las dos a toda velocidad hasta veinte metros antes de la verja de casa. La gente se paraba y aplaudía. Los niños gritaban y los viejos hacían pataleta y el gesto de guillados. Les gustaba montar el circo.
Clara era una amiga antigua de mamá. Cuando no le llamaba nadie para trabajar, venía a casa en su destartalada bicicleta con un pañuelo con dos o tres nudos en la cabeza y con una bata negra con dos bolsillos plastones y cuatro botones de impermeable de hombre. Se sentaba en una banqueta de la cocina. Si le daban conversación, hablaba hasta por los codos. Si no, permanecía en silencio frotándose con la lengua sus encías, dormitando. Clara lavaba la ropa por las casas, cosía los botones y los dobladillos de los bajos de los pantalones y de los embozos de las sábanas que estaban sueltos. En época de preparar la huerta para plantar hortalizas, le llamaban para la labranza. En primavera lavaba mantas pisándolas con los pies descalzos. Quedaban pocas mujeres que trabajaban a lo antiguo, sin ayuda de máquinas. Era pobre y culta, muy culta. Cosa increíble. Pocos creían que una mujer que se ganaba la vida trabajando en lo que saliera, fuera tan culta. Además, sabía andar en bicicleta. “Eso no se olvida nunca”, solía decir. “Rondo los setenta y bajo las cuestas sin pedalear”.
Clara, además de sudar a gota gorda, sabía contar la vida de personas antiguas, de las que sólo están dentro de los libros. Clara cerraba los ojos para hablar sentada en un banco de la cocina. Ella rehusaba sentarse en una silla de la sala donde recibía mi madre a las visitas. Era mi madre la que tenía que recibirla en la cocina. Clara cerraba los ojos para hablar, para no pensar demasiado en el presente, porque lo pasado ya era historia y las cosas por venir estaban muy revueltas para ser buenas. Yo contemplaba su rostro cuando cerraba sus ojos, su piel curtida, muy morena, sus rasgos bellos, porque Clara, aún sin dientes, era una mujer bella. Mi madre decía que había sido una de las jóvenes más hermosas del pueblo. Clara había aprendido a coser en un taller de cierta fama en donde la profesora les leía la Isla del Tesoro y Robinson Crusoe Ahora era una anciana que se conformaba con poco: un abrigo para el invierno, que la capa todo tapa, y algo fresco para los soles de agosto. Para comer, lo que le daban. Clara sabía muchas historias. Todo lo que contaba daba cuerda al corazón y si quería te hacía llorar con intrigas auténticas que les habían sucedido a hombres de carne y hueso, calvos o no, pero con familia que abría el pico al mediodía y por las noches. Se notaba que había leído a Charles Dickens y a Walter scott.
Las leyendas misteriosas las contaba Clara las tardes de trueno generalmente en medio del invierno, cuando los rayos trazaban en los lienzos negros de las nubes los bigotes de Fu Manchú. Clara comenzaba su cuento para mí y mi madre mandaba a Iñe a hablar por teléfono con uno verde y azul de hojalata que tenía encima de su mesilla y que timbraba casi como uno de verdad. Y es que Clara se olvidaba de que Iñe usaba calcetines blancos y no le convenían escuchar historias a destiempo, de las que la mayoría de las veces le ponían llorando por las noches presa de un mal sueño. Iñe era de buen conformar. Además, le encantaba quedarse con Gurt, la perra, para probarle vestidos de cuando ella había sido un bebé y dar paseos alrededor de la cama con una sombrilla. Iñe tenía su propio pied-à-terre, debajo de las moreras, un lugar delicioso, en donde había colocado una tumbona azul, que le servía de parapeto. En el suelo había una alfombra que le prestó mi madre para que no se le enfriara el trasero. Encima de la alfombra estaban colocadas por orden de altura y de peinados todas sus muñecas y un pinocho con la nariz astillada que me hizo mi padre en uno de sus largos viajes en su barco. Mi padre era oficial y en el último viaje me había traído una estacha real, afilada como una navaja de afeitar con el cuento de que en Nueva Celanda las utilizaban para cortar las orejas a los conejos. Era el único aparato que hacía correr a Iñe cuando me sacaba demasiado la paciencia.
El pied-à-terre del jardín, mi madre no había tenido más remedio que ayudar a Iñe a construirlo y a recoger toda clase de artilugios porque yo ya tenía mi rincón, un rincón que mi madre me había regalado al comienzo de mi pubertad donde me estaba permitido leer cualquier cosa que tuviera forma de libro y en su interior hubiera páginas con letras. Mi madre me regaló el cuarto vacío cuando comencé a estudiar las declinaciones de griego. Aquello le parecía un estadio verdaderamente duro, sobre todo cuando comprobó que era capaz de leer un idioma con un abecedario caprichoso. Me permitió decorar el cuarto como me viniera en gana, con las paredes pintadas o empapeladas, con baldas para mis libros fabricadas con los largueros de un par de camas, con dos butacas que me compró en una tienda de La Ribera y con el tocador viejo de ella, que me sirvió de pupitre para terminar el bachillerato, mesa de despacho admirada y deseada por todos mis amigos que gozaban de libertad de llegarse a mi garito por una puerta que daba al jardín, la delicia más grande de mi estancia, porque entrabas y salías sin que te viera nadie como las mariposas que volaban al sol de la bombilla cenital.
La primera vez que invité a Clara a entrar en mi cueva ya me había comprado una pipa de escritor en la Feria de Agosto que se celebraba en la Campa de los Ingleses y, aunque no tenía tabaco de pipa, ya había achicharrado su cazuela con panocha de Peninsulares y hojas secas de patatas y también había escrito media novela más mala que el matarratas que bebían los obreros en los cambios que pitaban los cuernos de la fábricas. Era una de esas  tardes raras en las que había desaparecido toda la gente de casa a ver pintados encima de los montes los primeros ogros de otoño con nubes color cobalto. Entró Clara por la puerta del comedor. Como estaba abierta deduje que la gente de casa no andaría demasiado lejos. Me dio un pronto de esos propios de la adolescencia: hice pasar a la mujer a mi sanctasantórum y le ofrecí asiento en una de las butacas que me había comprado mi madre, aunque ella se dio media vuelta y se fue con su infinita parsimonia a la cocina y se trajo una banqueta, la arrimó a la pared y se sentó en la madera “para no ensuciar la tela” de la butaca. “Antes sólo tenían butacas los ricos”, me dijo. “Cuando las costureras íbamos a coser a sus casas, nos ofrecían una banqueta de la cocina, igual que esta, o como mucho una silla coja”. Después observó con atención y en silencio los cuadros que había colgado en la pared, una reproducción de Mona Lisa, otra de Camino con Cipreses y una estrella de Van Gogh y Casas en el Obermarkt de Kandinsky. También observó la alfombra que cubría el suelo, los libros que ya abarrotaban la pequeña librería, y en la fila más alta, la maqueta del La Bounty. También se fijó mucho en un cenicero en donde estaban marcados en bajorrelieve don Quijote y Sancho Panza y en una hucha inglesa que me había traído mi padre en cuyo sombrero verde resaltaban en letras amarillas la misiva Transvaal Money Fox. Luego alargó sus manos grandes y acarició la media docena de bolis y lapiceros que estaban en un bote de beber agua pintado de color rojo. Después pasó al azar su dedo meñique por los lomos de la fila de libros en donde descansaban mis novelas favoritas y se hizo con “La educación sentimental” de Gustave Flaubert. Llevó el libro hasta sus narices y lo olió profundamente.
- Huele bien- dijo.
- Y si lo lees no te olvidas nunca de su olor -le dije -. Huele a Frédéric, su personaje principal.
- Veo que ya tienes preparadas las herramientas -dijo -. También tienes un despacho muy acogedor. Un día que tu madre y tu hermana nos dejen solos, como hoy, te contaré el día que los aviones alemanes bombardearon Gernika.
- ¿Por qué esperar?
- Ya sabes que a tu madre le gusta saber las cosas que te cuento. Me suele decir que revoluciono tu cabeza.
- Es imposible que hayas estado en todos los lugares donde han sucedido cosas importantes.
- Ahora lo que importa es que estuve en Gernika pasando el fin de semana con mis amigas Las Justas: Justa Tornero, Justa Sarmiento y Justa Robador. El que las tres se llamaran Justas no es culpa mía. Tuvieron padres. Justa Tornero me contó que ella robó el atril de un trombón con tres patas de color rojo mamey. Luego compró una partitura y un trombón que le enseñó a tocar don Tiburcio Larrakoetxea, director de la Banda Municipal de Bermeo. A los noventa años todavía lo tocaba como un chapaleo de aguas de acequia. Y era que de sus pulmones se escapaba el viento justo para hacerlo llorar. A Justa Sarmiento la llamábamos copo de nieve porque tenía la piel tan blanca como la leche. Al igual que la otras Justas tenía la manía de ovillar. Construía ovillos perfectos, del mismo volumen, esponjosos como el pan tierno. Cuando se le rompía la lana la empataba con nudos iguales, tan iguales que sólo ella sabía en donde se hallaba su emplazamiento. Las mujeres que sobrevivimos al bombardeo tenemos los ojos grandes.
- Tú los tienes inmensos.
- Los entendidos dicen que es por el asombro. Estábamos las tres Justas y yo en la colina. El domingo habíamos ido al baile, a la plaza, que se terminó a las diez. Nosotras regresábamos del mercado de los lunes e íbamos a ir a regar pimientos al huerto. Justa Sarmiento fue la primera que vio llegar a los aviones. Pensó que era un bando de patos con el ruido de mil camiones. Nadie sabía que un hombre alemán, Von Moreau, jefe de una escuadrilla, minutos antes de llegar nosotras al huerto, acariciaba el morro de su Heinkel 111, un avión nuevo que los nazis lo habían traído en febrero, recién salido de la fábrica…
- Diseñado por los hermanos Gunter, un avión capaz de transportar 1400 kilos de bombas. Detrás de la escuadrilla de Von Moreau, los Junker 52, prusianos ya calentarían sus motores B.M.W. Y los Messrschmitt 109, monoplanos de alas bajas, artillados con dos ametralladoras y con dos cañones ligeros. Todos estaban en línea de despegue en Burgos. Sí, sí. Lo estudiamos en la escuela. Eran las tres y media de la tarde del 26 de abril de 1937, lunes, día de mercado en Gernica, como tú has dicho.
-¿Aprendéis el bombardeo cantando, como se aprenden a rezar las oraciones más importantes y el catecismo?
- Viene en el libro.
- En el libro no viene que Justa Robador, las otras dos Justas y servidora vimos el bombardeo desde la colina, cerca del portal de su casa. Apenas teníamos que elevar nuestros ojos para ver los aviones, porque su casa estaba alta, en la falda del monte. Los aviones venían por la derecha y desaparecían por la izquierda. Daban la vuelta y volvían a hacer lo mismo una y otra vez. Von Moreau era el piloto del primer avión. Era rubio, tan rubio que no se le distinguían las cejas. Tenía mofletes de carnicero. Quien no me crea que miren sus fotografías en todas las enciclopedias del mundo occidental. Era de esa raza universal que remanece en todas las guerras: demonios para matar, tímidos, abstemios, vírgenes. Así son los carniceros de las guerras.
- No. Eso no viene en el libro.
- Tampoco que semanas después regresé yo a casa como pude y que a las tres Justas les dio una especie de ataque. Yo me enteré meses después y fui a visitarlas. La peor de las tres lo había pasado Justa Robador, una mujer sabia que había leído más de mil libros y era amiga de estrelleros y adivinos. Y es que ella leyó desde el portal de su casa escrito en la arena los nombres de Cloto, Láquesis y Átropos.
- Las tres Moiras, dueñas de la vida. Láquesis tenía por misión hacer girar el huso e hilar la lana que su hermana Cloto sacaba de una rueca y luego devanar el tenue hilo de la suerte de los individuos mezclando el funesto color negro con el alegre oro, en espera de que Átropos lo cortase con sus afiladas tijeras.
-También tenéis libro de griego. Pero en vuestros libros no viene escrito que aquella misma noche, Justa Robador busco la rueca de su madre de entre pilares de libros, esquiló una oveja y se dirigió a casa de Justa Tornero que tenía patio cerrado con portón con llamador de hierro, que era un ancla bellísima, lugar discreto con una higuera y un pozo con agua transparente. Llamaron a Justa Sarmiento. Una vez las tres juntas cerraron la puerta del patio y Justa Robador les enseñó el arte de cardar, teñir, hilar y ovillar la lana; a poner nombre a cada madeja a observar las casas destruidas, apuntar en las que había habido muertos, observar la llegada de los habitantes nuevos e indagar sus vidas. Al pasar de los años a Justa robador no le temblaba el pulso a la hora de cortar la lana. La primera función deseada cayó sobre Benito Monjito, celador municipal, adscrito al Régimen, con Garita en Bermeo tras el bombardeo y  se quedó a mandar. Trajo pistolón de seis balas y voz ronca de hombre malo. Se murió fulminantemente, dijeron que de un mal viento de tierra, cuando miraba las tetas a una mujer que llevaba cebollas para vender. Tras más de sesenta años de  experiencia, el corte de Justa Robador hacía diana inexorable.
- Más parece un cuento chino copiado de la mitología que nos ha dejado el profesor de griego para estudiar.
- Será. Pero yo he escuchado cantar a las tres ancianas mientras hilaban -dijo Clara con una inmensa sonrisa. Hasta me enseñaron a hilar mi propio ovillo de lana y lo tengo escondido en casa. Sólo me moriré cuando alguien lo encuentre y lo corte.
- No se lo enseñes a Iñe.
- No te preocupes, Clara. ¿Tú crees que existe tal ovillo? ¿Cuántos años puede tener?
Clara no respondió. Alzó sus hombros y fue al encuentro de mi madre que ya metía ruido en la cocina. A su lado permanecía muy quieta Iñe. Desde luego que había escuchado la historia, o el final de la historia o, al menos, que Clara tenía un ovillo con todos los años de su vida. Iñe estaba pálida.
- ¿Y si alguien corta el ovillo, te mueres sin remisión? -preguntó mi hermana con la voz entrecortada.
- ¿No te tengo dicho que los niños se despiertan asustados de noche si les descubres tu cabezota plagada de ilusiones?
Entonces Clara tuvo un arranque y se enfrentó a nuestra madre como si lo que le iba a decir tenía mucha importancia. Quizá por ello puso sus manos en jarras.
- Yo vi caer las bombas desde la ladera de la colina y conté los aviones en cada pasada y en todas ellas no faltó ningún avión al mando de un hombre con mostachos. Le vi hasta como me saludaba con un pañuelo blanco de batista en cada una de las pasadas. Lo agitaba con galantería, doblando la palma de la mano hacia atrás, por encima de su hombro, vestido con la piel cruda de una cazadora. Cuarenta y tres aviones repasaron el cielo obsesionados en arrasar el suelo y dejarlo convertido en ceniza. Recuerdo el mostacho de Von Moreau en la cabina del primer avión cargado de bombas tatuadas con un águila real con las alas extendidas.  Águilas reales alemanas que caían en picado en busca de carne. ¡Carne!
- ¿Y el ovillo de lana de colores? ¿Dónde escondiste el ovillo de lana? - preguntó Iñe con la cara cada vez más demudada.
- No tiene importancia, mi cielo. Eran mentirijillas que contaba a tu hermano.
- No son mentirijillas. He estado jugando en tu casa y he encontrado este ovillo en tu armario de vestir -dijo Iñe sacando un ovillo de una bolsa de tela. -Mientras te esperaba he empezado a soltarlo.
Mi madre puso paz entre Clara e Iñe. Les ordenó que se besaran y ella también besó a las dos. Despues rogó a Clara que le ayudara a hacer buñuelos para la cena. Clara regaló el ovillo de lana a Iñe. Le dijo con sus grandes ojos de asombro:
- Guárdalo. No tiene importancia. Son chucherías que uso para jugar yo por las noches después de cenar.

Clara se estrelló aquel verano contra el carro del heladero por no levantar la mano en un giro a la derecha. Iñe había pasado tres meses intentando amarrar la lana por donde se le había roto. Tardamos muchos años en convencer a Iñe que Clara era demasiado vieja para montar en bicicleta sin hacer caso de las señales de tráfico. Pero sigue llevándole flores al cementerio todos los años por el día de su cumpleaños.

FIN