martes, 10 de abril de 2012

YA SABÍAS EN DONDE ESTABA



La mañana en que encontró a su marido dormido en el maizal, sintió ganas de rebanarle el cuello con la hoz, pero se quitó su chaqueta de hombre y lo cubrió como si se tratara de un perro herido. La mujer se internó entre las cañas del maíz. Mientras caminaba iba cortando las flores de las plantas más altas, que las depositaba en un costal de arpillera. Unos ojos terribles y profundos se obstinaban en mirar hacia delante para no sentir la tentación de girar su cabeza y descubrir a su marido pisando sus pasos. Había pasado la noche sentada en su cama con la certeza de escuchar ladrar al perro de casa anunciando la llegada de su marido de la taberna. Al amanecer se levantó del lecho sin deshacer, abrió de par en par las ventanas y se dirigió al cuarto de las niñas para vigilar su sueño. Eran tres chicas con el pelo castaño. La pequeña dormía en una cuna de mimbre con ruedas de madera y las dos mayores, perdidas en una cama de matrimonio. No era la primera vez que las dejaba solas, ni tampoco sería la última. La mayor ya había aprendido a llenar los tazones con leche y a cortar el pan con el cuchillo de la cocina. Era un trabajo que le gustaba hacer a ella, pero cuando no había hombre para trabajar, había mujer para todo. También la vaca había aprendido a mugir cuando tenía hambre. Y las gallinas se agolpaban en la puerta de alambre del gallinero. No hizo buen negocio al casarse con aquel hombre. Ya le dijo su madre que los borrachines sólo sirven para preñar a las mujeres. Nunca le dijo su madre más verdad que aquella. La mujer colgó la hoz en una mazorca para no dejar el costal en el suelo y se acarició la tripa. “Yo creo que ya he salido de cuentas”, dijo en voz alta a la criatura que habitaba allí dentro. Después pensó que se iba a poner de parto sin haberle visitado al médico desde que se lastimó un dedo. Y eso era más de un año. El sol, rojo e inmenso asomaba tras el monte en cuya ladera estaba el cementerio en donde descansaban sus muertos. Su madre decía que en noviembre los cuadraditos del calendario son lápidas del cementerio. En pocos minutos el sol calentaría sus hombros desnudos de la chaqueta que había echado encima del cuerpo traspuesto  de su marido. Al fin y al cabo aquella chaqueta vieja era de él. También su madre, ya en el cementerio, podaba las flores de las plantas de maíz. Crecían más. Y la vaca le agradecía el regalo con una deliciosa leche dulce.
Salió del maizal por diferente lugar del que había entrado. Pero miró de lejos si su marido seguía dormido.
- ¡Cerdo! –exclamó cuando divisó sus piernas.
Antes de entrar en casa, pasó por la cuadra y dejó la carga al lado de la puerta. Clavó la hoz en la madera y se dirigió al cuarto de sus niñas. Sólo la mayor, crecida para sus nueve años, había encendido la cocina de butano y calentaba la leche.
- Aita no está en la cama  -le dijo a su madre.
- Habrá ido a trabajar - respondió la mujer bajando la llama de butano -. Espabila a tu hermana sin despertar a la pequeñita, que vais a llegar tarde a la escuela.
La niña cogió la mochila de encima de una silla y sacó un cuaderno con anillas doradas. Después rebuscó en su fondo y cogió un calcetín con cremallera. La abrió y acercó el cuaderno y un bolígrafo a su madre.
- Tienes que escribir por qué hemos faltado dos días. Ya sabes que la maestra es muy estricta.
- Estricta -repitió la mujer -Yo no sabía esas palabrejas a tu edad.
- ¿Cómo lo decías?
- No sé. Quizá severa.
- La maestra no es severa. Es muy benévola.
- Bien. Dejémoslo. ¿Y qué escribo a vuestra tolerante maestra? Escribo: Ruego excuse las faltas a clase de mis hijas porque su padre dio una zurra de tomo y lomo a la mayor?
- Escribe que tuvimos cólico.
- De acuerdo. Pero alecciona a tu hermana por el camino. Algún día tendremos que contar lo que pasa en esta casa.
- Es que aita estaba borracho. Cuando está borracho pierde el juicio, pero cuando está bien juega con nosotras, me ayuda con las divisiones y en primavera nos trae pulseras y collares de flores.
- ¡Las flores de tu padre tienen veneno!
La mujer recibió en sus brazos a su segunda hija. Les dio el desayuno. Les lavó la cara y les peinó. Se sentó y escribió la nota para la maestra. Después puso su nombre sin rubricar. No le gustaban las rúbricas. Les acompañó hasta donde se acababa el seto de delante de la casa y regresó a la cocina. Cerró la puerta y se puso a llorar. Pero se levantó casi al instante y pegó una patada a un pato que se había colado por el pasillo que llevaba a la cuadra.
- ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
 Algunos plumones quedaron suspendidos en el aire. La mujer puso un puchero con alubias, agua fría y un chorrito de aceite al fuego y arregló la casa. Después salió a la calle y dio de comer a los animales. Quiso acariciar al pato que había pateado, pero el animal se le escapaba a su mano extendida. “Ya te amigarás por la cuenta que te tiene”, pensó. Volvió a la cocina, agregó un par de cucharones de agua fría al cocido y le puso unas patatas. Lo dejó con el fuego bajo. Después subió al cuarto de las niñas y espabiló a la pequeña. Acababa de cumplir un año. La envolvió en una manta gris, le dio leche y un trozo de pan con mantequilla. Cogió de la cuadra una azada y fue al huerto de detrás de la casa llevándose a la cría. Era el tiempo de preparar la tierra para poner los frutos del verano. Sentó a la niña en la manta y la dejó en el suelo. Comenzó a quitar las yerbas malas. También había que labrar y romper los terrones. Le agradaba el olor que desprendía la tierra húmeda, el de los cardos enanos de flores amarillas que tanto gustaban a los jilgueros, los ranúnculos partidos. Distinguía todos los olores y conocía el nombre de las plantas. De vez en cuando iba a la cocina y vigilaba la marcha del cocido. También daba la vuelta a la casa y miraba hacia el maizal. Sabía el punto exacto donde su marido dormía la mona. No quería que la descubriera sallando la huerta, aunque la azada era una buena arma para defenderse de su ira. Prefería que la hallara en la cocina, al lado del cuchillo de cocinar, afilado como una cuchilla de barbero.  Cuando el reloj de la torre de la iglesia daba las once se puso derecha apoyándose en el mango de la azada. Miró su trabajo y se sintió satisfecha. Fue cuando le llegó el primer espasmo uterino.
- ¡Dios! ¡No me hagas esto ahora!
Actuó con rapidez. Cogió a la niña en brazos, la envolvió con la manta y la llevó a la cocina. La tuvo que dejar en el suelo. Otro espasmo más duro que el anterior le obligó a cruzar las piernas. Aquello venía rápido. Sintió las piernas mojadas con agua caliente. Se arrodilló y se quitó las bragas como pudo. Los espasmos se sucedían cada treinta segundos. Se agarró al respaldo de la silla que utilizaba su marido y se puso en pie. Dio tres pasos y cogió una gabardina vieja colgada en un clavo de detrás de la puerta. La tiró al suelo y se arrodilló. Se levantó las faldas. Le entró una necesidad perentoria de empujar con toda su fuerza con los músculos de su vientre. Acercó su manos y le tocó la cabeza.
- ¡Seas lo que seas tienes prisa en salir, corazón!- Exclamó en un grito salvaje.
Le agarró la cabeza con ambas manos y le giró cuarenta y cinco grados. Sintió como sacaba sus hombros y luego, en un suspiro, su cuerpo asomó entero ayudado por un buen chorro de aguas. La mujer le envolvió en la gabardina y caminando de rodillas se acercó hasta alcanzar el cuchillo de pelar patatas. Cortó el cordón y le dio un nudo. Vio los sorprendidos ojos de su hija y comenzó a llorar mansamente.
- Has tenido un hermanito, reina mía. Será tu muñeco.
Entonces se abrió la puerta y entró su marido. Traía los ojos inyectados en sangre. Echó una ojeada para enterarse bien de lo que había sucedido allí.
- ¿Por qué no fuiste a avisarme?
- ¿Dónde?
- Donde me echaste la chaqueta encima para que no cogiera frío. Ya sabías en donde estaba.



                            FIN




 Arrigúnaga, Viernes Santo de 2012.