domingo, 13 de enero de 2013

OLÍA A UVA MADURA.


Se vestía de pobre, pero disfrazaba su cara con un mostacho de zar, se ponía gafas de sol y se cubría con un gorro de robar. Esperaba a su mujer con la televisión encendida, sentado en una silla en medio de la cocina. Ella se llamaba Aurora. Trabajaba por las tardes limpiando el apartamento de una soltera jubilada. Él se llamaba Antonio y estaba sin trabajo. Dormían juntos pero no se tocaban. Tampoco se querían ni se odiaban. Eran dos camaradas que dejaban pasar la vida sin esperanza de recuperar un poco de ilusión. Luchaban por sobrevivir y miraban al mundo sin odio.
Si iba con zapatos se ponía corbata. Si se metía las botas de goma, se amarraba un pañuelo en el cuello. Ella tenía un chaquetón verde para ir a trabajar. El verano se ponía camisetas holgadas. Sólo usaba sujetador para dormir. Si al regresar del trabajo encontraba a Antonio sentado en una silla en medio de la cocina, le miraba el calzado para saber a dónde iba. Después dejaba su bolsa de papel colgada del picaporte de la puerta y sacaba del cuarto de los trastos el carro de las compras.
- En el Mercado Central  tiran yogures buenos. Sin concluir la fecha de caducidad-dijo Aurora.
- Pero si voy por los yogures, me quedo sin fruta-dijo Antonio.
- Coge lo que puedas. También nos vendrían bien unos tomates-dijo Aurora.
- La otra vez escuché que el súper se deshizo de medios corderos lechales. ¡No me caerá esa breva!
- Lo cocinaría en el horno con muchas patatas.
- Se llama cordero a la panadera-dijo Antonio.
- Recuerdo que una vez trajiste tres bandejas de muslos de pollo sin caducar-dijo Aurora.
- Se los quité a un hombrón de su saco y eché a correr. Pasé mucho miedo, pero no me arrepiento.
- Vamos tirando.
- Sí. Vamos tirando.
Antonio apagó y desenchufó la tele. Las dos cosas. No preguntó a su mujer si iba a verla. Cogió el carro.
- Bueno-dijo.
Se dirigió a la puerta y la abrió. La dejó abierta. Aurora la cerró sin apenas mirarle. No se decían adiós ni hasta la vuelta. Él abría la puerta y ella la cerraba. Era la forma de despedirse.
Su atuendo era un disfraz que le libraba del saludo. Si alguien lo hacía le mandaba a la mierda.
Ella regresaba del trabajo caminando para ahorrar el billete del metro. Lo usaba para comprar cigarrillos.


Aquel hombre enmascarado, con su constitución embarrada, con bigote de corsario, chaquetón con repasos y zapatos de oficinista, actuaba según un guión tecleado en su máquina de escribir, dirigido a un público desconocido, como un actor actúa en el escenario ante trescientos espectadores. La máquina era buena, alemana, pero sin cintas de tinta en las papelerías. Presidía el salón, centrada en una mesa de oficina, su máquina de escribir, salvadas ambas del derrumbe de la empresa, donde trabajó veinte años escribiendo cartas a clientes morosos que no pagaban ni por misericordia. La mesa, la máquina, un sacapuntas de manivela, un cenicero de calamina, un teléfono de los años sesenta. Porque también metió en la caja de cartón el teléfono, papel de calco y una caja de folios, precisamente los  que había utilizado para escribir el guión de su nuevo papel en la vida de clochard. El hombre con pasamontañas que recorre la ciudad cuando los tenderos cierran y se deshacen de lo que todavía se puede comer, pero no pagar.
- La verdad es que tiene usted muy buen aspecto-le dice una mujer con abrigo de astracán mientras inspecciona una caja de lechugas con las hojas exteriores muertas.
- ¿Se va a llevar la caja entera?-le pregunta Antonio enderezando el nudo de su corbata con un deje de coquetería.
- Le cambio por tomates. Veo que ha recogido una buena cosecha.
- En fin…, en este contenedor hay lechugas en bastante buen estado. Le voy a regalar tres naranjas sanas.
Así dos o tres días a la semana. Según pese el cuerpo. Si se tiene buena cintura y una conversación que no se salga del guión, se puede comer con poco. Aceite, galletas y legumbres te dan cuando te toca en los Bancos de Alimentos. Ahora las grandes superficies les entregan sus desperfectos a los Bancos de Alimentos y no acaban de recibir loas e incienso. Antonio hace tiempo que no entiende al mundo. Tampoco merece la pena perder el tiempo para entenderlo. Mientras pongan contenedores en las puertas de las grandes superficies y a la Aurora le paguen cuatrocientos euros por limpiar la mierda de la  vieja soltera que se gasta la paga en picardías y en zapatos de tacón, la Administración ha cumplido de sobra. La vieja alquila pisos patera a negros y a marroquíes, albergues inverosímiles enclavados en lugares aún más inverosímiles. Nadie se queja.
- ¡Hay que tener agallas, Aurora!-dice abriendo mucho la boca para que se le vean los implantes-.Cuando me toca cobrar llevo un colt 45 con la culata fuera del bolso. Si alguna gorda negra empieza a romperse la garganta y las voces de todos levantan el vuelo, saco el colt y disparo a las alturas. ¡Hay que tener agallas! Los negros son muy gallinas y se les aplaca pronto. Los marroquíes tienen pinchos. Yo coloqué el cañón en la nuca de un viejo -. ¡Paga o nos jodemos todos!-le dije.
Aurora sonríe mientras la vieja le cuenta mentiras. La vieja sabe que la sonrisa de Aurora es forzada, pero no le pide más. Ya ha tenido tiempo de aprender que la vida es un disimulo. A la vieja se le olvida que Aurora abre la puerta a su administrador todos los fines de mes. Y que les ve hacer las cuentas en la mesa del comedor. El administrador es un hijo puta rumano que se queda con algo. Aurora no quiere saber nada. Ella, por si acaso, tampoco cuenta nada a Antonio. Sabe lo que piensa su marido de ella: que es tonta del culo. Un día se lo dijo, o le llamó. Daba igual. Aurora sólo recuerda que le miró con la expresión que ponen los hombres que se creen de raza superior y le dijo:
- ¡Tonta del culo!-Así, con desprecio.
También recuerda que ella le lanzó la tapa de la olla a presión a la cabeza, donde hizo una brecha de ocho puntos. Era lo que tenía en las manos.
- ¿Hay denuncia?-le preguntó el médico del Cuarto de Socorro a Antonio.
- ¿Usted denunciaría a su mujer?
- Mejor dejarlo.
Eso no sabía Aurora. Tampoco le esperó preocupada. Cenaron juntos, vieron un rato la tele y se fueron a la cama. Cada uno a su rincón, sin tocarse. Lo más, sin querer, los pies. Los pies grandes y fríos de Antonio, los pies pequeños y calientes de Aurora. Al principio, Antonio disimulaba y dejaba muertos sus pies huesudos, como leños sin savia, como un animal desvalido que espera la licuefacción de los dos pies tibios de aquella mujer que al principio fue suya y que la vida  los fue separando sin ninguna explicación. Ni siquiera lo que es el aburrimiento. Luego también él apartaba sus dos tablones con palos y regresaba  a su nicho de cama para recuperar la libertad de no depender de nadie, ni siquiera de su mujer.
- Es duro vivir sin coño-le dijo un día el hombre, seguramente porque llegó borracho de tetrabric.
- Busca trabajo y cómpralo en un burdel.
Aquella noche Antonio sintió tanta vergüenza que se acostó con las botas de goma y el chaquetón repasado en el sofá. Al día siguiente volvió a su rincón y dijo “buenas noches” con la seguridad de que iba recibir el silencio por respuesta.
- Buenas noches-le respondió Aurora.
El matrimonio estaba muerto. Aurora pensó más de una vez en no regresar a casa después de limpiar la casa de la vieja. También lo pensó Antonio. Pero ninguno hubiera resistido la falta del otro. La soledad. Otro misterio sin resolver.
- ¿A quién iba a matar si no?-se preguntaba Antonio cuando la cercanía de aburrimiento le copaba el cuerpo.
Sin embargo, una noche estuvo muy cerca de tirar lo que tenía. Regresaba a casa con su carro de la compra casi lleno. Llevaba yogures de tres sabores, una piña madura, dos bandejas con lomo adobado, una lata de garbanzos abollada, otras dos de alubias también abolladas, fruta elegida con paciencia, porque Antonio hacía las cosas bien. Ponía todos sus sentidos en hacerlas lo mejor posible. Volvió la cabeza a la izquierda y vio el espejo de una porción de escaparate que separaba otra porción de escaparate de una tienda de regalos. Eran más de las doce de la noche y ya no le quedaba más remedio que regresar a casa caminando. Quizá hora y media de caminata. La noche entraba templada. Sin duda aquel fantoche que acababa de vislumbrar a su izquierda era él. Desanduvo los cuatro pasos que había dado y se contempló con toda la parsimonia que se necesita para descubrir todos los detalles de su indumentaria. ¡Oh, Dios!, se había convertido en un perfecto vagabundo. Se arrancó el pasamontañas y se despegó el bigote de Zar de todas las Rusias. Era el nombre comercial que venía escrito en la caja que compró en una tienda de disfraces. ¡El Zar de todas las Rusias! Y lo más sorprendente era que sin bigote y sin pasamontañas parecía mucho más mendigo. Tenía cara de mendigo. Así como mengano tenía cara de ladrón y zutano de violador, él tenía cara de mendigo. Entonces pensó en no regresar a casa. Ir al parque y echarse a dormir en un banco, buscar un agujero, una cuadra en el monte. Pasó una mujer vestida de fulana.
- ¡Qué! ¿Te ves favorecido, alma de cántaro?
Antonio le iba a mandar a la mierda, pero cuando se dio cuenta de que era una puta, le preguntó:
- ¿De qué tengo cara?
- De asaltar un contenedor. ¿No te jode? ¡Si llevas el carro lleno!
- Gracias-dijo. Y apretó el paso para llegar a casa.

Un día encontró una caja sin abrir de uva de Moscatel. No cogió nada más. Llegó a casa cuando Aurora se recogía el pelo. Antonio fue directamente a la fregadera, arrancó el papel de celofán de la caja y fue cortando con paciencia los granos que estaban en mal estado. Era una uva excelente, dorada, apenas sin semillas.
- Está perfecta-dijo Aurora.
Antonio limpió dos racimos con agua y en el último aclarado puso unas gotitas de lejía en la palangana. Sacó una fuente del armario y los colocó en la fuente y la fuente encima de la mesa. Antonio no había olvidado que la fruta que más gustaba a Aurora era la uva de Moscatel.
Aurora comenzó a picar un racimo. Lloraba de satisfacción. Comió con glotonería hasta que se dio cuenta que Antonio no comía, con las manos en sus rodillas le miraba con una sonrisa recuperada en su boca. Sintió un calambrazo en el pecho. Aurora apartó la fuente con una mano. Quiso hacerlo con desprecio, pero no le salió. Sintió un rubor insoportable en su rostro. Se levantó y dio las buenas noches a Antonio. Se fue a la cama.
- Buenas noches-dijo Antonio.
 Algunos minutos después de las tres, Antonio sintió a Aurora levantarse de la cama, dirigirse a la cocina y abrir la nevera. Cuando regresó a la cama olía a uva madura. 


FIN



No hay comentarios:

Publicar un comentario