sábado, 2 de marzo de 2013

A CUALQUIERA LE PUEDE PASAR



Estaba sin trabajo. No había nada.
Estaba sentado en la mecedora con la radio encendida. No escuchaba. De la calle llegaba el ruido de la lluvia y del viento. La lluvia chocando contra los cristales. Pensé que aquel viento barrería a los estorninos del tilo de la plaza. Me levanté a mirar por la ventana. Los pájaros seguían en el tilo haciendo equilibrios. Era la hora de recogerse.
No había nadie en la plaza. Nada. Llovía a baldes. Apagué la radio y me volví a sentar en la mecedora. Me quedaban cien euros. Los volví a contar. Cuatro billetes de veinte, uno de diez y dos de cinco. Igual que por la mañana. Un poco de calderilla. Cuando era crío mi padre decía que el dinero hacía crías. Si no llegaban facturas, había aprendido a vivir con cien euros una semana. Si no había más remedio, vivía dos. Comida, cena, cigarrillos y media docena de botellines de cerveza. Y en una semana era posible que me llamara alguien para hacer una chapuza. Mi economía se medía generalmente por semanas. Limpiaba trasteros, pintaba paisajes al óleo (un río, un puente y algún árbol, olmos, yo decía que eran olmos; si le ponía nubes cobraba veinte euros más). Pero la gente no estaba para cuadros. Aprendí a pintar paisajes con río observando a mi exmujer. Ella fue a la Universidad. Le jodía que la imitara sin haber pisado la Universidad. Yo creo que se fue por eso de casa. No creo. Estoy seguro. Porque yo era un manitas y ella una chapucera. También era una chapucera en la cama. Eso aburre. Nos aburrimos en un par de años. Luego nos aguantamos otros dos años. Hasta que nos mandamos a tomar por el culo de mutuo acuerdo. Hasta hoy. Creo que vive con un griego en Nueva Zelanda. Aunque vete a saber. José Arza tenía un pequeño taller de coches. Enredaba con buena mano en los motores. Es el que más me llamaba. Decía que estaba aburrido de escuchar la radio. Que yo le daba buena conversación. José era un buen hombre. Y aunque viejo, un buen mecánico.
La chicharra de la puerta me cortó el aliento. Hace mucho que la chicharra de mi puerta permanece en silencio. Me quedé inmóvil. Transcurrió un largo minuto hasta que volvió a sonar. No pensaba abrir. Aunque a lo mejor era el dueño del garaje que venía a buscarme para hacer una chapuza. No le gustaba el teléfono. Decía que le sacaba granos en la cara. Me incorporé para tratar de ver por la ventana. Se me cayó la calderilla. Lo que me faltaba. Una moneda de euro se alejó rodando hasta la puerta. Me levanté a cogerla. Guardé mi pequeña fortuna en el bolsillo del pantalón. Volvieron a llamar. Esta vez golpearon la puerta con los nudillos. Quienquiera que estuviera fuera soportando la lluvia tenía que haber oído los chirridos de la tarima. Abrí.
- Me llamo Sacha-dijo.
- Sacha. Muy bien-dije.
- Sí, Sacha. Con “ch”. Mi padre era comunista. Un engañado-dijo.
- Ya-dije-De esos ya no quedan.
El agua corría por los gajos de su paraguas encima de su impermeable negro abotonado hasta la barbilla.
- ¿Me hace sitio para pasar?-dijo.
- ¿Dentro?-dije.
- ¡No querrá que pase fuera!-exclamó.
- ¡Claro!-dije.
- ¡Vamos, ande, apártese de una vez!-dijo mientras empujaba con decisión.
Metió el culo dentro del recibidor y sacudió su paraguas en la calle. Cerró la puerta de un golpe. Me colocó su paraguas en mis manos. Lo llevé a la fregadera de la cocina. A mi regreso ya se había quitado el impermeable. Lo colgó en el ángulo de la puerta de mi habitación. Cruzó sus brazos. Tenía unas buenas botas. Tenía unas buenas tetas. Tenía todas las cosas que tienen las mujeres de buena raza. Esperó. Esperó con los brazos cruzados. Me recordó a mi madre. Ella también esperaba con los brazos cruzados. Nunca supe lo que esperaba. Igual que con la del padre comunista. Cuando una mujer se te planta enfrente con los brazos cruzados puede pasar cualquier cosa. Cuando se murió mi padre en el hospital, mi madre vino por la noche a mi casa. Entonces ya estaba divorciado. Se cruzó de brazos y se me quedó mirando a los ojos. “Tú dirás”, le dije. “Nada, que tu padre ya se ha muerto”. 
- Usted dirá-dije a la mujer.
- Sacha.
- Sí. Sacha. Digo que usted dirá.
- ¡Alucino!-exclamó-¿Es que no le gusto?
Dio una vuelta graciosa sobre el tacón de una de sus botas. Parecía una Barbie con vestido de paseo. Sonrió. Se echó a reír como una chiflada. Contagiaba. Había dejado su bolso encima de una silla. Revisó dentro de él. Entonces pensé que se trataba de una vendedora de libros y que me iba a mostrar una larga lista de enciclopedias.
- Sepa que no dispongo de demasiado tiempo para atenderla. Como mucho dos minutos-dije.
Sacó de su bolso una tarjeta y unas gafas graduadas, de esas que venden en las farmacias. Las dejó colgadas en la punta de su nariz. Leyó en la tarjeta.
- Usted se llama Juan Alín-dijo.
- Yo me llamo Juan Ucén-dije.
- Esta es la calle Ribera, nº9.
- 15. Esta es la calle Ribera nº15. El nº9 cae pasando la Plaza del Tilo. Ése que está ahí en donde duermen los estorninos. La Plaza tiene nombre de persona, pero como siempre hubo un tilo, le llamamos Plaza del Tilo. Cosas.
- Su teléfono…
- Perdone. Yo no doy mi teléfono a cualquiera.
- Es el 4302098.
- No tengo teléfono fijo-dije.
- Efectivamente soy idiota. O por lo menos, lo parezco-dijo quitándose los lentes.
- Pero es muy guapa.
- Guapa, pero tonta. Es usted muy amable. Ha habido una equivocación. Es evidente que ha habido un error. Alguien que no es usted ni yo, ha metido la pata hasta la rodilla. Lo único que coincide es su nombre: Juan. Un nombre precioso. Mi padre también se llamaba Juan. Juan Pichot. Todo lo demás es chino. Pero dígame, ¿conoce a Juan Alín?-me preguntó soplándome en una oreja.
- Si es cojo, creo que lo conozco de vista. En la cuesta vive un hombre cojito al que llaman Juan-dije.
- ¡Mira por donde! ¡La Maripín no se ha equivocado del todo!-exclamó con una sonrisa turbadora.
- ¿Y quién es la Maripín?-pregunté con un deje de coña.
- La que coge los recados. Aunque me parece que ha sido una equivocación celestial-dijo.
- Equivocaciones celestiales solo las puede tener el Papa-dije.
- Claro-dijo.
 Acercó su aliento a mis labios y llenó mi boca de una sombra de deseo. Me entraron ganas de servirme un whisky. Sabía que sólo quedaba un dedo en la botella. Fui a la cocina. Cerré la puerta y me lo bebí de un trago. Salí.
- Ahora me hará la gran revelación de su vida-dije.
- Ha necesitado un trago para decidirse-dijo.
- No. Primero he comprendido que Sacha es una zorra a domicilio. ¿Voy bien? Después me he bebido el último trago de mi última botella.
Le sujeté su nuca con ambas manos y la atraje hacia mí. No puso resistencia.
- ¡Calma torito!  Tenemos que poner precio al grano. Las zorras tenemos precio-dijo zafándose.
- ¡Va servida! 
- ¡Oiga! Yo me gano la vida como puedo. Tengo un documento de la Seguridad Social en el que dice que mi marido está enfermo de cuidado. Pero enfermo, enfermo-dijo.
- También yo me gano la vida como puedo. Me quedan cien euros. Cuando se evaporen, me convertiré en ladrón. Tengo una luger de 9m/m.  
- Malos tiempos, camarada-dijo.
Metí mi mano derecha al bolsillo del pantalón. Estaban allí. Los billetes para pasar la semana, miel del cielo que sustenta la vida, tenían amo. Me senté en la mecedora. Cerré los ojos. ¿Hacía cuánto tiempo no había desnudado a una mujer? Pensé en Clara, mi última pareja. Era una muchacha flaca. Había pasado tiempo desde que la dejé con su madre. Cuidaban perros. La madre, los pequeños. Ella, los grandes. Cuando Clara no podía venir, venía su madre y me limpiaba la casa. Eran dos buenas mujeres.
- No tengo intención de pagarle nada por nada-dije-No crea que soy de esa clase de hombres que duermen con una braga debajo de la almohada.
Olía a Sacha. ¿Se llamaba Sacha? Las putas cambian su nombre. Bien. Olía a Sacha en todo mi apartamento. Era un olor difícil de catalogar. No era una esencia. Olía a néctar de madreselva, a flor de ortiga, a un olor que permanecía oculto en mi cerebro desde la patria de mi infancia. Sabía lo que Sacha iba a hacer: sentarse en mi regazo y esperar. ¿Para qué contar lo que un hombre hambriento y una mujer profesional suelen hacer?
 Los estorninos pintaban de negro las ramas del tilo. El viento y la lluvia silenciaban sus silbidos. Algún día se marcharían, vendría un camión de bomberos y limpiarían sus excrementos del suelo. 
Se estaba bien en la cama. La sentí deslizarse. La oí caminar de puntillas. Recoger su ropa interior de encima de sus botas. Se vistió sin dejar de vigilarme. Con los ojos entrecerrados la vi revisar los bolsillos de mis pantalones. Abrí los ojos para verla calzarse en la penumbra sus hermosas botas. Salió de la habitación. Escuché el golpete de la cerradura de la puerta de la calle y me abandoné al sueño.


FIN

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