miércoles, 2 de octubre de 2013

EL LAGO DE LOS PATOS

 
Se acababa de quedar sin trabajo. Seis meses de paro y a verlas venir. Era químico, con los tres años del doctorado terminados. Se llamaba Oscar. Usaba corbata. Comenzó a buscar trabajo. Iba al centro de la ciudad y entraba en los comercios. Preguntaba mirando a los ojos de su interlocutor. Eso al principio. Después preguntaba con la mirada en la punta de sus zapatos. Un día que estaba cansado entró en una iglesia y se metió en un confesonario a comer pan con media pechuga de pato. Confesó a una mujer. Descubrió un parque. Un hombre vendía cucuruchos de papel con patatas fritas. Una mañana contó los paquetes que vendió el patatero. No le pareció un buen negocio. También iba a sentarse a la estación del ferrocarril. Los bancos de la estación estaban muy solicitados. Su suegro solía dejar monedas y algo de papel en el cajón de su mesilla. Oscar comenzó a hurtarle algunas monedas. Cuando reunía el dinero suficiente para ir al cine, se sentía feliz. Oscar solía pasar muchas horas con el ordenador. Le llamaron de un laboratorio. Le contrataron para tres meses. Y se sintió dichoso. No se puso corbata.
Ella era gorda. No era una gorda de esas que te sacan la risa. Era simplemente muy gorda. Era guapa. Casi todas las gordas proporcionadas son guapas. Si adelgazan, son feas. Era maestra. Daba clases particulares en la mesa del comedor de su casa. Tenía pequeños grupos de gente menuda. Vecinos. Los grupos llegaron a ser parejas, luego individuos y después humo. Fue como si todos los niños del barrio crecieran de golpe. Se llamaba Inés.
Oscar e Inés no estaban casados. Ni en la Iglesia ni en el Juzgado ni en el Ayuntamiento. Modernos. Inés era una mujer impulsiva. Oscar era un hombre paciente. Ella se irritaba. Él la reconciliaba.
La niña se llamaba Blanca. Tenía cinco años. Su mejor amigo era su abuelo. Blanca quería tener pitilín. Era su gran problema.
El abuelo estaba prejubilado. Era viudo. Se llamaba Miguel. Tenía dos ojos. Uno de cristal, azul. El sano era de color marrón. Daba un poco de temblor. Le hablaban mirando al suelo o al cielo. Según la altura del interlocutor. Cuando enmudecía se veía que era una persona buena. Las personas buenas tienen voz joven.
Al regresar del colegio Blanca hablaba a su abuelo de sexo. Miguel le escuchaba con mucha atención. Bueno. Lo que hacía era no interrumpirle. Miguel pensaba en el lago de los patos. Era una época en la que llegaban los patos azulones a criar. Cuando arrancaban a volar daba gracias a Dios por haberle dejado un ojo. Era suficiente para contemplar aquella maravilla.
 Oscar e Inés discutían por la tarde. Discutían para no aburrirse. Cuando las cosas se ponían raras, Oscar cambiaba de conversación. Era un maestro en aplacar enfados. Después de fregar los platos esperaban sentados en el sofá a que el abuelo y la nieta llegaran del colegio. Entonces discutían de cómo se hacía un curriculum con gancho. El abuelo iba al club de jubilados a jugar al chamelo y el matrimonio salía con la niña a mirar supermercados. Compraban las ofertas. Al ponerse el sol subían a la loma de detrás de su casa a ver volar a los patos desde el lago a los campos encharcados. Trataban de contarlos cuando echaban a volar. El abuelo había enseñado a su hija a silbar como los patos. Ahora le estaba enseñando a su nieta. 
Miguel, al regresar de jugar al chamelo, pasaba por casa y se cambiaba los zapatos por las botas altas de goma. Rodeaba el lago por el Este, que es su parte más estrecha. Caminaba con las manos en la espalda. Silbaba. También cantaba Amapola y Strawberry fields forever. Trepaba el cerro. Semioculto por los troncos de unos olmos, preparaba media docena de anzuelos. Los anudaba a un trozo de pita fuerte y los clavaba en la tierra más seca amarrados a un palo de brezo. Los patos surcaban el aire por encima de su cabeza: eran grupos de ocho, emparejados, dos detrás de otros dos. Miguel ponía en los anzuelos gusanos de tierra. Después rodeaba el lago y regresaba a casa con la noche puesta. Conocía el terreno como la palma de su mano. Sólo temía al guarda. No a la multa. Era un guarda con el libro de sanciones fresco, enseñado como un perro a seguir las huellas de los cazadores furtivos. Miguel temía a la vergüenza. Aunque los vecinos del lago andaban con anzuelos en el bolsillo, comer patos del lago en época de crianza era un descrédito desde tiempo inmemorial. Por eso esperaba a las primeras luces en su puesto de ladrón. Siempre caía alguno. Si tenían plumas azules o verdes, las guardaba para adornar la cinta de los sombreros. Miguel sabía hacer sombreros de fieltro de mirar a su madre cuando era chico. Su madre hacía sombreros para caballeros. Lo tuvo que dejar porque ya no se llevaban los caballeros. Miguel lo contaba así. También conocía los cañaverales en donde hacían sus nidos las patas. Envolvía los huevos en papel de periódico, uno por uno y los guardaba en los bolsillos de su capote. La cena.
  - Te van a llevar a la perrera, padre-le dijo su hija por la mañana. El otro día saltó de la cáscara de un huevo un patito vivo al aceite hirviendo de la sartén.
- Bebes demasiado. Una hija borracha es una desgracia. Yo jamás cogería un huevo gozado. ¡Vamos, anda! Prepáralos con ajos fritos. Pero mejor mañana-le respondió su padre desde el otro lado de la ventana, en la calle.
- ¿Está bueno el tiempo?-le preguntó Inés.
- Según para qué-dijo Miguel-.La tierra está húmeda. Hay brisa para colgar la colada. Esta noche estará bueno para patos. Podemos freírlos y ponerlos en tarros en escabeche.
- Te vas a llevar un tiro en el culo. Ese guarda es malo. Me han dicho que ha sido guardia civil.
- Peor para él-dijo Miguel-. Te traeré más tarros.
- No me hacen falta. Todavía me queda pato del año pasado-dijo Inés.
- Ya.
- ¡Qué es ya!
     - El paro, hija, el paro.
- Saldremos adelante. Oscar está esperando que le llamen de la oficina para prolongarle el contrato. A mí ya me caerá algún niño. Ya verás.
- No deberías ducharte con la puerta abierta- dijo Miguel metiendo su ojo bueno en la cocina. Su ojo azul parecía una estrella. Siempre que alguna frase le hacía gracia, le brillaba el postizo con enigmáticas reverberaciones.
- Me ducho en familia-dijo Inés.
- Es por la niña-dijo su padre.
- ¡Es mi hija!
- A la niña le preocupa el sexo. Contigo fue igual. Primero fue el sexo y después la muerte. Es el orden de las preocupaciones infantiles. Suena raro, pero es así- dijo Miguel.
- ¿Yo me preocupaba por el sexo?-dijo Inés.
- Primero por el sexo. Después por la muerte- repitió Miguel. El domingo te estabas duchando con la puerta abierta. Vi cómo la niña entraba en el baño y te observaba con detenimiento.
- Yo también la vi.
Se agachaba y se levantaba a mi alrededor.
- Buscaba tu sexo-dijo Miguel.
- ¡Y no lo encontró!-exclamó Inés inflada de risa-¡Pobre Blanca! Miraba por delante, miraba por detrás. No se da cuenta que un buen faldón de tocino cubre las cosas de los gordos.
- No hay día que no me diga que está muy preocupada-dijo Miguel.
- ¿Y eso?-dijo Inés.
- Porque eres la única mamá que no eres ni chico ni chica.
Es cuando tocaron la aldaba. Tres golpes secos. Miguel rodeó la casa por el prado. Lo descubrió desde la otra esquina de la casa. Era el guarda. Tenía unas plumas de pato en la mano. Se le secó la garganta como cuando de niño el cura le metía la Hostia en la boca. Se ahogaba. Alguna vez tuvo que sacársela antes de que le diera la arcada y guardarla en el bolsillo del pantalón. Al salir a la campa de la iglesia la escondía debajo de una piedra. La ponía siempre debajo de la misma piedra. Con el tiempo desaparecían. “Se las comen las hormigas”
- ¿Y estas plumas?-preguntó el guarda a Miguel sin dar los buenos días. Era una buena puesta en escena.
- Buenos días, general-dijo Miguel.
- Pregunto por las plumas-dijo el guarda del lago. Tenía la carabina colgada al hombro. Era alto y flaco. Seguramente se le podían contar las costillas. Tenía un colmillo de abajo arreglado con plata, los labios finos y la nariz rara.
     - ¡Usted sabrá en donde las ha encontrado!
- En la puerta de su casa.
- El viento es malo a veces.
     - Creo que usted hace sombreros de cazador-dijo el guarda del lago.
- Déme el suyo. También las plumas. Si su sombrero es marrón le van las plumas verdes.
Miguel abrió la puerta de su casa. Invitó a pasar al guarda. Lo condujo al comedor, donde su hija enseñaba aritmética y hacía dictados cuando venía algún crío. Sacó del aparador una caja de galletas con agujas, hilo y plumas de pato. Eligió las plumas más anchas y brillantes. Las cosió en un abrir y cerrar de ojos, las sujetó en la cinta del sombrero y se lo colocó él mismo. Le invitó a mirarse en un espejo de pared. El guarda hizo un gesto coqueto.
- Parece un sombrero nuevo-dijo el guarda.
- ¡Hija!-dijo Miguel- Trae un par de tarros de pato a la vinagreta del año pasado. Son para el guarda del lago. Los del año pasado están más jugosos.
Inés entró en el comedor con los tarros en una bolsa de papel. El guarda estaba firme. Más que firme, rígido. Inés extendió sus manos con los tarros a las manos del guarda. Miguel adivinó que los músculos del guarda eran piedras.
-Yo antes tenía un perrillo que se llamaba Samuel-dijo Miguel procurando mirar al guarda con el ojo azul. El bueno lo cerraba haciéndole un guiño de muerto.-El perrillo me salió cazador. Algún hombre malo le metió un tiro en la frente. Buena puntería.
El guarda no recordaba que un tuerto le hubiera guiñado un ojo sin parecer ciego. Sintió un escalofrío entero. De los que comienzan en el cráneo y terminan en los dedos de los pies. Extendió las manos y cogió el paquete que le daba Inés.
     El guarda miraba al suelo. Cerró los ojos y puso su mano izquierda en la culata de su fusil. Necesitaba tocar madera.
- Venga cuando quiera-dijo Miguel-Aquí los patos sobran. Pero es mejor que se acerque cuando traigo a mi nieta del colegio. Está muy salada. Anda con lo del sexo y esas vainas. Seguro que le pregunta a ver si tiene cojones como los de su abuelo.
FIN




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