miércoles, 26 de noviembre de 2014

CUANDO EL CAMPO CALLA, TRUENAN LOS CAÑONES

Cuarto recuerdo

El sargento, que tenía veintinueve años cuando comenzó la contienda, había nacido en la tercera casa de la calle Las Pesas, perpendicular a Olmos empezando a contar por donde llegaba el río. De niño trabajó de recadista en la tienda de ultramarinos de don Jobito y vivía con su madre, que se había casado en segundas nupcias.
El padrastro del muchacho tenía un pequeño taller en donde fabricaba y arreglaba carruajes. Este hombre, cuando estaba un tanto bebido, era alegre y ocurrente, pero en estado sobrio era refunfuñón. Prieto creció encima de la bicicleta de la tienda de don Jobito llevando los pedidos aquí y allá. Cuando no estaba en la tienda, se arrimaba al taller de su padrastro a oler a serrín y a llenar sacos de virutas para la estufa de casa. No le importaban ni las patadas ni los insultos de su padrastro. Sólo si nombraba a su madre todo su cuerpo se tensaba y se bloqueaba.
- No vaya por ese camino porque todos los hombres sabemos matar- le dijo un día Prieto agarrándole de un brazo.
El padrastro, que era cobarde, entendió bien al chico. Sobre todo cuando vio las huellas de sus dedos en sus brazos. Llegaron a entenderse. Prieto aprendió el oficio rápido y el padrastro dejó de creer en Dios el día que el muchacho se apuntó en la legión. Una mañana, el padrastro se dio cuenta que no sabía vivir sin él. Le despertó a su mujer y le dijo:
- Echo de menos a tu hijo.
- Yo también- le respondió la mujer.
Entonces el carpintero se marchó descalzo al almacén de las maderas. Le gustaba pisar los charcos desde niño. Además, para lo que iba a hacer, no necesitaba calzado. Se ahorcó.
Prieto regresó de la legión con el hábito de la benemérita. Vino desde Madrid en el tren de Zaragoza hasta San Martín. El vagón estaba abarrotado y se pudo sentar al lado de una mujer esbelta, rubia, chata, un poco demasiado chata para ser guapa. Pero sus rasgos marcados llamaban la atención de los niños. Su fisonomía se elevaba por encima de los rostros vulgares de las otras mujeres del vagón. El guardia Prieto sintió unas ganas irreprimibles de tocarla. Y parece que a la mujer no le importaba que la tocase. Llegaron a San Martín cogidos de la mano. No subieron al autobús de línea para llegar a Marías. Caminaron los dieciséis kilómetros por la orilla del río, bordearon el bosque de pinos y se subieron a los rieles que salían de la boca de la montaña. Llegaron a la frontera del municipio con las promesas que se hacen los enamorados cumplidas. Se juraron amor eterno, se besaron largo kilómetro a kilómetro y levantaron una cabaña con cañas de maíz en un lugar recóndito para pasar la noche. Si el guardia Prieto llegó a casa de su madre sin botas es porque se las sacaron de sus pies mientras dormía en la cabaña de borona. La mujer rubia y de nariz chata se llamaba Celia. Hablaba como un pájaro ronco, pero sabía tocar el saxofón. Se quedaron a vivir en casa de la madre del guardia Prieto. Sólo diez días. El guardia hacía cinco años que no veía a su madre. Una vez la llamó por teléfono a la centralita de Correos, pero ella vivía lejos y cuando llegó, el muchacho había colgado. “¿Cómo es su voz, tú?, preguntó al funcionario. “Alegre. Tiene una voz alegre, señora”. “Entonces igual que su padre. Será un buen hombre”. Tampoco le había enviado una postal desde que se separaron. Ni siquiera sabía que era guardia civil. 

Pero cuando lo vio bajo el dintel de la puerta de la cocina, con capa y tricornio, cogió un montón de platos de la alacena, seguramente los únicos que tenía y comenzó a romperlos contra el suelo de cemento de la cocina uno tras otro. El guardia Prieto era alto y de buena presencia. Tenía fuerza. La mujer lo comprobó cuando le agarró por las muñecas y le dijo:
- Frena tus nervios, madre.
Eran las nueve un poco pasadas en el reloj despertador de la cocina.
- Es por tu uniforme. Me da temblores.
- Es un oficio como otro cualquiera. Pero con botas. Me las han robado mientras dormía.
- Tu padrastro se ahorcó descalzo. Sus botas están donde las dejó.
Eran unas buenas botas.
- ¿Y la señorita?
- Tu nuera, madre. La señorita es tu nuera.
- Buenos días -dijo la madre dándose vuelta el delantal.
Lo dijo como si se tratara de una mañana de otoño y la chata fuese una señora elegante que llevaba el pelo recogido en un moño que le dejaba su cuello al descubierto.
- Buenos días, señora -contestó Celia.
- Quítate la capa, hijo. Vístete de hombre. En el armario de nogal hay ropa de tu padre y de tu padrastro. Os haré el desayuno. Creo que todavía queda algún plato entero.
- No tenemos hambre. -Dijo Celia.
- Date colorete y píntate los labios. ¡Anda madre! Acompáñanos a la iglesia, que nos vamos a casar.
Recorrieron la calle Olmos agarrados del brazo.
- ¿Y el padrino?
Venía en su caballo negro y blanco por el medio del carril. Era un hombre flaco y alto cubierto con un sombrero de ala ancha. Venía silbando con los ojos perdidos en una nube blanca que se acercaba levitando a escasos centímetros del suelo. La nube, según llegaba a su lado, pintaba de colores un diáfano vestido de verano. Lo último en conformarse fue su rostro pecoso. La mujer del jinete alumbraba su imagen con unos colgantes granados. Primero saludó a la chata, después a la vieja con colorete y al final dejó un saludo militar al guardia civil. El hombre del caballo se apeó contento.
- Son el señor médico y su señora- dijo la madre del número Prieto-, que saludó de taconazo y con la mano plana en el tricornio.
El de la benemérita llevaba guantes blancos, los botones de la casaca con brillo y los pantalones planchados con raya. Su capote olía mitad a celos y mitad a amor.
- Se van a casar- dijo su madre-. Y si me deja atreverme a decírselo, se lo digo: no tenemos padrinos.
- Madrina, la madre. Para padrino le dejo a mi marido. Yo tocaré el armonio- dijo la esposa del médico.- El caballo está acostumbrado a esperar.
El médico fue en busca del párroco.
- Ese muchacho sabía tocar la cítara cuando era pequeño. Lo hacía tan bien que le permití tocar los domingos. También íbamos al claro del castañar a disparar flechas de colores.
Entonces, el santo Abate, el cazador más certero de las espesuras, recordó la lección que les daban en el seminario sobre el filósofo Empédocles y se puso a cantar con voz profunda en el camino al altar.

Éste es un fármaco contra la ira y los dolores.
Éste es el único olvido para todos los males.”

Bendijo a la pareja y animó al hombre a cubrir a la mujer.
El abate había estado feliz. La esposa del médico tocaba el armonio, entraba en la iglesia a la yegua del médico. Recordó que el guardia sabía tocar la cítara y que él guardaba un saxo nuevo.
- ¿En dónde?- preguntó la recién casada.
- Si sabes tocar la comparsita, te lo regalo.
Para entonces la iglesia se había llenado. Los niños y las mujeres traían flores para el caballo. Era un saxo dorado. También su música sonaba a oro. Zeliuska soplaba con mimo sin cubrir al armonio. Zeliuska había sido una actriz de circo real con sus pelos del color de plata y con dos pechos, dos, redondos como dos lunas llenas. Al final hubo romería en la explanada de la parroquia y don Lucas, el médico, hizo bailar a su yegua un pasodoble para saxofón.
Diez días después, a las siete en punto de la mañana, la hora en la que se marchaba la gente de Marías, el número Prieto y Zeliuska partieron con la orden del párroco de Marías cumplida, a un cuartel de los Pirineos.

Estuvieron cinco años.

En cinco años, el número Prieto ascendió a Cabo Prieto, a Primero Prieto y a Sargento Prieto; construyó en una herrería tres carros de saltimbanqui según un modelo que copió de una tribu francesa; aprendió a dar volatines en una cuerda atada entre dos pinos; contrató al saxo de la banda de la compañía para enseñar a su mujer a soplar fino, al atabalero, el arte de atabalear. Cinco años de aprendizaje. Zeliuska cogía ranas y hundía su nariz chata en la resina de los pinos. También lucía su melena de plata en el sidecar del sargento Prieto. Los días que el sargento Prieto libraba, sacaban brillo al sidecar y recorrían los valles. Cuando el viento les cortaba el aliento, eran felices. Zeliuska se ponía pantalones para viajar. Mucha gente les tomaba por dos camaradas y les hacía gestos obscenos. Sí, la carretera era un escape. Algunas veces se internaban por caminos sombríos y divisaban una cabaña. Por lo general, paraban. Si no había nadie, husmeaban su interior y hacían planes para vivir en una casa escondida.

El sargento Prieto se engañaba. Él era hijo de la llanura. En realidad, los valles angostos le asfixiaban. Se dio cuenta que cuando salían de excursión cada vez se alejaba más del cuartel. Siempre añoró Marías. Soñaba con el olor del pelo de su madre, con los pies descalzos de su padrastro, que se ahorcó por descubrir que le quería, con el médico de Marías encima de su caballo, son su hermosa mujer que caminaba sin tocar el suelo. Una mañana sintió un empujón irresistible. Le dijo a Zadiuska que se ponga los pantalones y se presentó ante el Teniente de la Compañía.
- Solicito tres días de permiso.
- Las cosas están revueltas, sargento.
- Dos días.
- Bien. Dos días.
Salieron antes de amanecer.
Vieron el color de las hojas muertas; escucharon tiros escondidos; durmieron en la ermita de un hombre santo que contaba la letanía con los dedos de sus pies.
- ¡Llevamos órdenes del valle al cuartel de la muga!- gritó el sargento Prieto a una pareja que pastaba sus caballos.
- Dicen que se escucha música por las linternas de los puentes del Pilar.
El Sargento subió las orejas de su capote. Ensayó un saludo militar en el espejo del río Sallent.
“- Son los mismos miedos que metían los del Rif en los cuerpos de los morojuanes. Cúbrete el pelo, que escucharemos muchos más”,-dijo el Sargento Prieto, haciendo petardear la moto.
Llegaron con la puesta de un sol rojo, bajo un paraguas de lágrimas de fragua, encintado con un matachiné amarillo.
- Las nubes dibujan setas en el cielo de octubre. Los pastores saben leer sus recados para el invierno.
- ¿Qué se escucha por los boquetes de los túneles por donde dicen que corre un tren hullero? -preguntó Zadiuska.
- Hierro. Mi padrastro decía que por la boca cercana a Marías sacaban hierro en volquetes arrastrados por mulos. A los mulos los guiaban niños de Marías. Niños analfabetos que tenían que esperar a hacer el servicio militar para aprender a leer. Algunos niños podían ir a la escuela de doña Felicidad. La anciana no era maestra. Enseñaba a los niños a leer cantando. Ella se murió escuchando nadar a los peces encima del puente nuevo. Verás, Zadiuska. En cuanto tenga un rato libre, entregaré al Teniente la petición de mi jubilación del Cuerpo.
- ¿De qué vamos a vivir, soñador?
- De saltimbanquis. El cabo Petralanda y los números David y Renedo han aprendido a llevar con maestría los carros.
- ¿Qué saben hacer?
- Poco. Aprenderemos. Tú tocarás el saxofón y el atabal. Seremos grandes entre los grandes. Tú ya has aprendido a sacar carne de gallina a hombres viejos y a llorar a madres fondonas. ¿No te ha llamado la atención el silencio de los campos?
- Los árboles sólo lloran con la fuerza del viento.
- Sí. Y cuando las ovejas no balan, los caballos no relinchan, las vacas no mugen. ¿Has escuchado parpar a los patos, zurear a las palomas?
- Me gusta que me aplaudan en las plazas de los pueblos. Tengo unas castañuelas que suenan debajo de mi sostén. Parecen cocos de caramelo. Los abates de las abadías retocan sus zuecos frotando los racimos de las avellanas. Los viejos repican sus dientes postizos. Y yo bailo, no paro de bailar y de silbar como un pastor. ¿Por qué me agarraste las manos en el tren?
- Porque eres chata y rubia.
- ¿Por ése poco?
- Y porque estaba subido.
- En serio. ¿Has escuchado piar a la turba de pájaros en los bebederos del río.
- También me he silenciado para escuchar su sosiego.
- ¿No huele a marchito? Dicen que cuando el campo calla, truenan los cañones.
- Hincar el pico, torcer la cabeza, cerrar los ojos.
- Sin embargo, te has callado.
- Antes de llenar los baúles, haremos un festejo para la hermandad, para los vecinos de los alrededores y bajaremos por las curvas de los rieles para escuchar las elegías que hacen los descontentos. Yo sí creo que por los rieles de abajo sopla el viento de un huracán. También creo en la música que hace la lluvia al caerse por los tubos de un órgano dorado como el saxofón que te regaló el abate de Marías.
- Nadie tocaba la trompeta como el cabo Gento. Nadie plateaba su piel como el guardia de 1ª Narciso Perón. Decían que comían de la misma cuchara. La tropa cantaba: “De la misma cuchara, dicen, comen Gento y Perón.”
A la puerta de la ermita, frente a la bandera, llegaban los civiles con su gorro de charol. Traían la chapa del cinto brillando. Las mujeres sacaban banquetas de sus cocinas y niños y niñas jugaban a la tocadita armando algarabía. El orden llegaba con el cornetín del cabo Gento. La alegría, con el atabal de Zadiuska, actriz de circo real. Por la esquina noroeste llegaba el carro del gran Ramplín adornado con guirnaldas y ardillas de verdad. La banda del destacamento de la Guardia Civil entonó el Himno de Riego. Fue el comienzo de una noche, elevada a asombrosa por la pericia de Ramplín.

Dos noches después de la actuación del Sargento Ramplín llegó un telegrama extraño. Decía que desde Zaragoza hasta el camino que llevaba a Reinas, emanaba una extraña música por las bocas que años atrás se usaron como caminos mineros.

Al estallar la Guerra estaba a punto de ser ascendido a subteniente de La Guardia Civil. Era republicano. El capitán que estaba al mando del Cuartel de Alta Montaña le dejó regar las rosas que crecían debajo de la ventana de su esposa. Sólo cuando terminó, ordenó a un cabo arriar la bandera.
- ¿Y qué hacemos ahora, Prieto?- le preguntó el Capitán.
- Jodernos a tiros.


FIN
Primer recuerdo    AQUÍ 

Segundo recuerdo AQUÍ 
Tercer recuerdo     AQUÍ
(Continuará)

jueves, 9 de octubre de 2014

LOS PENDIENTES ROJOS

Tercer recuerdo

Él decía que recordaba los pendientes de bolitas rojas que le colgaban a su madre de los lóbulos de sus orejas.
- La playa estaba desierta.
Pilar, su hermana, era rotunda.
- Había un pescador en las rocas. El pescador dijo:
- La señora y la criatura están en un lugar peligroso. Es una zona de corrientes que brotan de la arena con mucha fuerza.
- Es la primera vez que ven el mar. Están emocionados-dijo su padre.
No cubría más de un palmo. Su madre gritaba que había una estrella de mar. Fue cuando la arena se volvió blanda bajo sus pies y un arroyo fluyó del fondo y la derribó y la arrastró boca abajo mar adentro.
- Él se asió con todas sus fuerzas a las bolitas que colgaban de sus orejas.
Su padre creía que un niño de dos años sí se podía acordar perfectamente de un momento de horror. Alguna vez, le escuchó decir:
- Yo era un mal nadador. Te sacó tu hermana.

Ahora no estaba Pilar.

Pedro preguntaba a su padre si se figuraba en qué lugar del mundo dormía su hermana. Pero el médico comenzó a rehuirle cuando descubría brillo de niño en sus ojos.
Pedro se levantó y salió hacia la calle Olmos. No era la calle principal, pero sí la más larga. Comenzaba al pasar un puente de madera y terminaba al cruzar un puente de hormigón. Después del puente de madera un siciliano había abierto un garito en la casa de la difunta tía Felicidad, una hermosa anciana de pelo blanco hasta su cintura, dueña de un broche de colores y de cuatro hectáreas de la mejor tierra para sembrar maíz y calabazas para el ganado. Pero ella no ordenó nunca arar la tierra y el terreno se había convertido en un excelente habitáculo para los topos y en un espectacular solar en donde los muchachos jugaban al pelotón, mientras ella se cepillaba su pelo ante un pedazo de espejo con poco azogue. El italiano vino contratado de carpintero de hormigón para hacer el puente. Era un hombre plácido que sabía tocar el piano y cantar muy bonito boleros con ojos de amor. Tocaba el piano como tocan algunos negros en las películas: mordía un puro apagado. Y cantaba ronco. Como si tuviera un cáncer de garganta que se curaba dándole a la pitarra: un trago cada diez minutos. Tocaba mal. Casi muy mal. Pero sabía poner los ojos en blanco y colocarse con arte un trapo sucio encima de sus cabellos brillantes de siciliano antiguo. Hay sicilianos que huelen a remoto desde la cuna. Generalmente se mueren ricos. También saben decir palabras que nadie comprende pero que suenan hermosas, seguramente por ser viejas. Se llamaba Patriké. Pero todo el mundo le llamaba Carlé no se sabe por qué.
Patriké llegó para hacer el puente de hormigón y varillas de hierro y lo hizo imponente. Le puso un pez de hierro fundido en cada una de las esquinas. Había muchos pueblos con puentes, pero ninguno tenía peces de hierro fundido y ojos de cristal. Los viejos decían que el agua del río sonaba mejor al pasar por debajo del puente y que había dejado un espacio más que respetable para pescar truchas cantarinas. Una semana después de su inauguración se murió Felicidad. Se murió mirando pasar el agua debajo del puente. El alcalde fue a buscar al notario de San Martín para que arreglara su testamento. Nadie sabía que doña Felicidad tuviera ningún descendiente. El notario, un hombre que olía a señora, se rió durante una vuelta entera de la aguja grande de su fantástico reloj de oro. Después dijo que sólo faltaban las rúbricas de la mortis causa. El terreno era para los topos y para los muchachos que jugaban al pelotón. Un largo de la topera lindaba con la calle Olmos. Y nuestro napolitano tuvo la idea de presentarse en el Ayuntamiento y de hacer una proposición al Alcalde. El mandatario era mimoso y todo el mundo sabía que sus decisiones las tomaba con unte y prevaricación. Fue un noviazgo de meses. Se dejaba invitar y sobar las manos para dar el visto bueno, el tirón del pez gordo del ya está hecho. El carpintero de cemento no disponía de suficiente carnada. Y el alcalde se cansaba y le silbaba oh sole mío con voz de mala peste. El siciliano no se dejaba pisar por un alcalde de estepa. Jugó a la mayor y le pisó los callos.
-Haga lo que haga, a medias. Cincuenta y cincuenta. Yo trabajo. Cincuenta para ti. La obra es mía. Una condición.
- Cuenta.
- Los topos para ti. Que los saquen de sus toperas los niños en el recreo. Haremos una escuela nueva y un campo de fútbol.

Se emborracharon tres días agarrados del brazo. Bebieron bien. El médico les dio vomitivos privados, de los que sólo sabía hacer él. En seis meses el pueblo vio alzarse un espectacular bar-piano en la otra punta de la parroquia. Aquel bar sumó el número tres. En dos años había otros tres y una sala con suelo de madera encerada en donde los jóvenes bailaban como Elvis Presley.

Pedro terminó la carrera. Desobedeció a su padre.
Tres días después de la marcha de su hermana, lo encontró intentando arreglar el teclado del piano con movimientos pulcros para no meter ruido. Desde que ella se había ido, sólo era audible en la casa el murmullo del agua del río, la cantinela de los palomos y el eco de las herraduras del caballo. Aunque en casa había dos automóviles y en el ambulatorio una ambulancia con sirenas y arco iris de tres filas de focos, su padre seguía haciendo las visitas en su yegua blanca y negra. El pueblo había medrado. Algunas calles tenían guijo, había casas que callaban su aspecto humilde y parecían chalés con parches. Un campo de fútbol en medio de la topera con tribuna con tejado de brezo; un edificio feo para colgar volúmenes en largas baldas barnizadas con brillo: libros de Ulises, La Odisea, Bobary, El Éxodo, Tito Andrónico, el Caballero que venció a un Molino de viento. Y un banco de jardín debajo de una palmera en el que señoras viejas llevaban agua en sus botijos y vaciaban el chorrito encima de una fila de flores de ángel, amarillas o naranjas y de geranios con muchas ganas de vivir.
La casa del médico seguía igual de hermosa. Los patos se bañaban pegados a los cimientos y acariciaban su cuello en el verdín. El médico se sentaba en el porche antes de salir el sol, escuchaba parpar a los gansos. “Sólo el presente es real”, decía a nadie. Abría el gallinero y se ponía el delantal de Pilar para repartir con equidad los granos de maíz. Una mañana, Pedro entró en la habitación de su hermana cuando Los pasos de la yegua se alejaban al trote. Los hombres se quitaban las boinas. Las mujeres mayores se santiguaban como si el médico fuera el amo de sus vidas. Pedro fue derecho donde quería mirar: la lata de membrillo de su hermana. En el fondo había un sobre con fotos. Dentro del sobre, una: sus padres, su hermana y él. Los pendientes simulando semillas de granada en las orejas de su madre. Los rubíes verdaderos, en una bolsita de terciopelo. En una tarjeta la letra inconfundible de su hermana.
“Te los he guardado”.
Pedro puso el motor del Opel que le había regalado su padre. Frenó al llegar a la vía del tren en desuso desde La República y comenzó a caminar por encima del riel derecho. Al de dos horas se paró en seco. “Por aquí no se llega al Infinito”.
-Si quieres llegar deberás girar en la segunda estrella a la derecha, volando hasta el amanecer”.
Pedro se dio media vuelta y se juró llegar a casa antes que su padre para poner la mesa y preparar la ensalada de nabos dulces, su plato predilecto. La costumbre más visible que Pedro había heredado de su padre era el sombrero. Se lo compró él mismo en una sombrerería de Zaragoza al día siguiente de recoger su licenciatura y pidió a su padre que se lo colocara con la misma elegancia que se lo colocaba él.
- Ya no hay médicos que usan sombrero, hijo.
- Así no tendré que explicar que ya he terminado la carrera. No conozco a nadie más que a ti que use sombrero en Reinas.

Funcionó. Los vecinos del pueblo se descubrían y le trataban de don. Don Pedro. Sonaba bien.
- Desde mañana pasaremos juntos consulta.
- Mañana iré a dar un paseo por las vías. Es el mejor sitio para pensar. Regresaré a cenar.
- Piensa. No sueñes. Pensar cuando uno es joven es magnífico. Yo ya ni sueño ni pienso. Me tomo el pulso al amanecer y cuando me acuesto. El resto del día hago lo principal: vivo.
- ¿Tú crees que las vías de la mina desaparecen por la boca de una sima que conduce al Infinito en donde los ingenieros rusos levantaron una montaña fantástica con siete vagones que conduce a la Felicidad?
- ¿Qué diablos has aprendido después de asistir siete años a la Universidad?
- Pilar me leía un libro de mamá que se llama “El Carrusel loco”. El carrusel tenía una cuerda de reloj infinita. Nadie sabe en donde se encuentra la llave de la cuerda y el carrusel no se puede parar.
- El libro lo guardo en mi biblioteca. El que llegaba a la parada el primero, recibía una escoba de premio.
Pedro fue a su habitación. Metió el sombrero en la sombrerera.
- Úsalo tú, papá. He soñado que Pilar está mirando al mar. Tenía zapatos de colores como los que se ponen los catalanes para ir a misa.
- Ya has pensado.
- Me iré mañana.
- Mañana habrá tormenta. Yo iré río arriba a pescar anguilas.
Pedro se horrorizó al darse cuenta que estaba a punto de llorar. Se sintió con fiebre al ver a su padre sacar un pañuelo de su bolsillo y tendérselo con la mayor naturalidad.
- ¿Y esto?- preguntó el muchacho con la voz repuesta.
- Yo tampoco comprendía a mi padre- dijo el viejo médico.
Al día siguiente, el médico esperó despierto a que Pedro cerrara la puerta. Esperó a que arrancara su coche. Esperó. Esperó. Se levantó y miró el sitio de las llaves. Su hijo se había ido en autobús. Igual que Pilar.
Revistó la casa. Repasó las habitaciones. También el camarote y la bodega. Pensó en no afeitarse. Cada tres o cuatro días. No le quedaba más remedio que emborracharse al menos cada tres días. Los viejos no necesitan hablar para subsistir. “La casa. Es demasiado grande para mí. Bueno. Ya veremos”. Lo peor fue pasar el día sin hablar con los pacientes. ¿Qué podían tener que no lo supiera ya? La piel de su rostro sin afeitarse, le picaba. Terminó las visitas a domicilio. Ensilló la yegua, la tercera yegua con parecido carácter. Recorrió las calles asfaltadas y sin asfaltar del pueblo. Las vías tenían un extraño atractivo. Sus hijos no eran los únicos que las habían recorrido durante varios kilómetros. Recordó a una joven que desapareció cantando, dando saltos como un pajarito de riel en riel. No volvió. Y a una pareja que contaban a sus amigos que por allí se llegaba a la boca de la mina de carbón en donde, sin dejar de bajar, había plataformas iluminadas con antorchas. Unos decían que la mina era de carbón y otros de hierro.
- De hierro. Las minas eran de hierro. El carbón lo hacían los carboneros con madera o lo traían de Inglaterra en vapores- decía el médico a sus hijos-. Lo demás es inventiva. Los pueblos analfabetos protegen su desconocimiento con fantasía.
Llegó cansado y hambriento. Había una boca oculta por un fantástico zarzal lleno de moras. Los hierros de la vía se perdían en el misterio. Recogió un sombrero de moras. Se las comió a puñadas. Escuchó el goteo de un caño. La yegua ya bebía de un pozo marrón. Esperó. El agua sabía a hierro. Sacó la manta de debajo de la silla. Solo. Se plegó en el centro de tres pinos. El bosque estaba lleno de canciones. Algo le iba a romper la noche. Se levantó. Ató al animal, le libró de sus aparejos, le acarició largo, puso su maletín de almohada.
El bullicio de los árboles le robó el sueño. La noche también asusta a los viejos. Las luciérnagas comenzaron a jugar en las hojas tiernas de los bardales. Parecen monstruos y son animalillos que no se apartan de las suelas de tus zapatos. Las piñas son como granadas. El doctor se puso el sombrero. Lo extraño era que sentía lástima del final de la noche. Estaba feliz. Hasta la yegua se había tumbado no más lejos que la largura de su brazo. Pero se levantó asustada. Los zarzales de la boca de la mina formaron ondas empujados por una música lejana que llegaba perdida por el pedregal. Un bajo largo de órgano apagó la luz de las luciérnagas. El médico pensó en un derrumbe en el misterioso intestino por donde bajaban los rieles formando ochos y nudos marinos. Después de la tormenta, una melodía que recordaba a la salida del sol en la llanura de Marías, alumbró de paz aquel rincón de la tierra. Se levantó. Motores, luces de colores, flashes en los árboles. Frenos. Disparos de voces.
- Es que el abuelo, le ha seguido, don Lucas.
- ¿Qué abuelo me ha seguido a dónde?
Silencio. Cuando él había olvidado por completo su nombre, una garganta con pólipos le llama don Lucas.
- Doctor don Lucas. Mi hija anda con las aguas.
- ¿Y quién es su hija?
- Las mujeres. Las mujeres se pusieron nerviosas. Ellas tienen la culpa.
- He traído la ambulancia para llevarnos al caballo de vuelta.
- ¿Quién habla?
- Hoy tomábamos posesión de la plaza el médico ayudante de usted y un servidor. Yo soy enfermero y sé conducir ambulancias.
Se dejó hacer. Recordó. Un día de aquellos le mandaban un médico y un enfermero. La Seguridad Social había edificado una casa pintada de blanco. También la yegua se dejó hacer. Se dejó subir a la ambulancia. Alguien había sujetado la camilla. Al médico lo llevaron a un coche rojo. Conducía un muchacho joven con traje y corbata. Llevaba guantes. El médico lo miró asombrado.
- Yo soy el médico nuevo- dijo el chaval con guantes.
- ¿Y cómo es que no atiende a la parturienta?
- El niño viene mal. Está con la comadrona. Ella sabrá.
- En Reinas no hay comadrona. Hay ancianas que cantan durante los partos.
El doctor abrió al primer intento la puerta del coche. Salió. Encendió una cerilla de papel. Conoció el rostro de un viejo.
- ¿Saco a la yegua, señor?
- Sí, Carburo. Sácala, ponle la silla, cuelga mi maletín en la silla y ayúdame a montar. Por lo que veo, en el rato que falto del pueblo, la gente se ha vuelto loca. ¿Por qué te llaman Carburo?
- No sé, señor.
- No te preocupes.
Esperaron a que el médico se acomodara en su montura. Salió al trote. Cuando dejó las vías para coger la carretera, un kilómetro antes de llegar a los lindes del pueblo, se encendieron antorchas. Se apagaron en la puerta de una casa nueva. Era de día. Una docena de ancianas cantaba la misa de Kyries. El médico entró en el cuarto. Tres ancianas rezaban. Una mujer joven lloraba. Otra vieja tocaba la pandereta llevando el compás con la madera de sus zuecos.
- Tú eres la madre de la chica. Dame una camisa limpia. Saca a las viejas y agarra a tu hija de las manos. Cuando tenga ganas de gritar, que grite.
El médico se lavó con parsimonia. Pidió el maletín. Le dijo a la madre que se quede. Estaba cansado. Pidió agua abundante. La parturienta era primeriza, delgada, con las caderas estrechas. En vez de gritar, relinchaba con ahínco. El niño era grande. El médico sabía lo que tenía que hacer. Primero girar a la criatura. El doctor hizo un gran esfuerzo para que las cosas salieran bien. Estaba agotado. El suelo del monte es duro. El reloj de la iglesia dio las nueve. La mujer ya no relinchaba. Gemía de dolor. Consiguió rasgar una sábana. El médico se la quitó de encima. La madre metió de una patada la sábana debajo de la cama. Tenía los labios prietos. Quería ayudar en lo que fuera. Ser útil. El doctor escuchó las diez en el reloj. Suspiró. Se hubiera tumbado al lado de la joven madre. Las cosas se fueron enderezando. Cada cosa a su tiempo. Acabó el trabajo y puso la criatura en brazos de la parturienta. La joven abuela se reía mansamente. El médico se fijó en la madre y se dio cuenta de que casi era una niña. Se metió la camisa dentro de los pantalones. Se lavó en una gran palangana. Metió la mano en el bolsillo derecho y sacó una moneda. Se lo dio a la madre.

- Es un niño largo como un potrillo. Hará la mili de gastador. Cuando se haga mayor, le das la moneda.
El médico abrió la puerta y dijo al nuevo padre que ensillara la yegua. El padre puso las riendas a la yegua y ayudó a subir al médico. Iba tan infinitamente cansado que no escuchó los besos que le lanzaban las viejas. Los hombres se habían descubierto. El doctor sólo quería llegar a casa, desnudarse y meterse en el río con una pastilla de jabón de Pilar. En la puerta de la caballeriza le esperaba Baldomero. El médico se dejó caer en sus brazos de hierro.
- Tengo que dormir, Baldomero. Estoy muy cansado. ¿Sabes que he pasado miedo en la boca en donde desaparecen los rieles? Por su boca sale una música de órgano infernal.
El médico dejó su ropa en el porche. El agua estaba fría. Sintió a las sanguijuelas por piernas y brazos.
-¿Necesita un bote, doctor?
- Déjales que chupen toda mi sangre.
Era flaco y largo. Se sentó en la piedra que lo hacía su hija para remojarse sus pies. Sus brazos rodearon sus rodillas. Baldomero se sentía un privilegiado. Tenía la certeza de que su mirada acaparadora no molestaba al médico. Le ayudó a levantarse. Le quitó las sanguijuelas de la espalda.
- ¿Qué ha hecho en la boca de la mina del Barranco de Mina Santa?
- Escuchar tocar el órgano a don Delfín el Organista. Es él. No puede ser otro. Creo que el mundo subterráneo está unido por galerías. Son los caminos por donde discurre la Belleza.
- Pilar creía que la Belleza se encontraba en una Montaña Rusa que no podía parar-dijo Baldomero pronunciando la palabra Pilar con veneración.
- Las mujeres son sofisticadas. Se creen todo lo que les cuentas mirándoles a los ojos.
- Pedro ha venido esta mañana a mi casa a darme esto para usted. Me ha dicho que le diga que se los guarde.
El médico volcó el contenido de la envoltura en su mano.
- Son los pendientes que llevaba mi esposa cuando se ahogó.
FIN

Primer recuerdo AQUÍ 
Segundo recuerdo AQUÍ 
(Continuará)





lunes, 15 de septiembre de 2014

LA MONTAÑA DE LA FELICIDAD

Segundo Recuerdo


Los saltimbanquis llegaron perseguidos por un huracán de hojas. Era un viento negro que formaba nubes con las cenizas de las chimeneas de las casas y con el humo de la herrería. Montaron su campamento debajo del puente del ferrocarril de la mina. Las hojas secas las recogió Baldomero en cinco sacos y las llevó a la cuadra de su casa para hacer la cama a sus cerdos. El amo de los comediantes se pintaba el bigote con corcho quemado para asustar a los niños y los labios con carmín para provocar a las mujeres. En el carromato grande habían escrito con letras modernistas iguales a las del metro de París: El Gran Ramplín. El comediante dijo a Baldomero que las hojas le habían perseguido a él, a sus mulos y a sus pájaros amaestrados desde Teruel. Pero Baldomero llenó los cinco sacos sin levantar cabeza y los llevó a su casa para sus cerdos.
- Un día iré a buscar mi fusil de reglamento y te llenaré de plomo el corazón-dijo Ramplín.
- Las hojas secas que arrastra el viento por el Camino Real son de mi familia. Siempre ha sido así. Desde tiempos del abuelo del padre de mi abuelo. Puedes preguntar al tendero. Él es el hombre más viejo del pueblo. Tan viejo que ha presenciado siete eclipses totales y uno parcial.
Pilar vivía con su padre. Era una mujer triste y silenciosa que cuidaba gansos y cosía faldones para bebés y bordaba anclas para capitanes. Su casa estaba al lado del río en donde Pilar cogía cangrejos y pescaba anguilas. Las sanguijuelas que se pegaban en sus piernas las metía en un bote de pimientos para el laboratorio de su padre. Baldomero le convenció para ir a ver el carromato de Ramplín. Le dijo que era un carro bajado del cielo por cuatro ángeles con tirabuzones de mujer. Pilar se puso un delantal limpio y mojó los cuellos de su blusa con una colonia muy especial que guardaba en su armario ropero en una caja de membrillos. Pero cuando Baldomero le dijo que ya había encerrado sus gansos, ella se quitó el delantal y se sentó en la mecedora de la cocina. Era la forma de advertir que había mejores cosas que hacer en casa que ir a husmear las intimidades de una familia de equilibristas. También pensó decirle que ella criaba gansos y él cerdos, que la diferencia era notoria. Ella pensaba que quitarse el delantal significaba todos esos pensamientos. Listo. Un gesto a tiempo elimina palabras.
Pilar tenía veintiocho años cuando llegaron al pueblo Ramplín y familia. Su hermano Pedro acababa de cumplir veintidós. Pedro estudiaba medicina en la Universidad de Zaragoza. Quería ser médico como su padre, un hombre flaco, alto y silencioso desde el día que su esposa se ahogó cuando el buen hombre les llevó a ver el mar. A Pilar no le impresionó el mar. No le pareció inmenso. No vio la raya del horizonte dibujada con agua verde. Lo comparó con su trozo de río y se quedó con su arrullo. No le atraían las exageraciones de la naturaleza: las montañas que tocaban las nubes, las tormentas con tronadas, las cataratas que sacaban en el cine, la mar inmensa y salada. Los paisajes románticos rompían su armonía. Prefería las charcas en donde cantaban las ranas, los castaños y los robledales que cubrían la vista de la torre de la iglesia. Su chiribitil era la salita de su casa en donde podía soñar y esperar el regreso de su padre y quizás el beso que nunca le dio. Los tacones de sus botas dibujaban fiestas igual que las ternezas que esperan las hijas de un padre con el corazón fragmentado. Ellos decían que se comprendían. Él era tímido. Ella también. Aquello no era cierto. Pilar no quería vestir santos. Su padre no sabía dónde buscarle un marido digno de ella. Ambos esperaban. A la hora del postre pelaban la fruta y esperaban sin mirarse a los ojos. Pensaban que alguno de los dos tendría en su bolsillo la razón. Porque la razón siempre se guarda en un bolsillo apresado con corchetes.
El hombre que se presentó como el volantinero del alambre mundial estaba casado con una mujer con una trenza adornada con estrellas de plata. Pilar se encontró con ella en el río. La mujer estaba sentada en las piedras planas donde frotaba la colada.
- Seguro que usted vive en esa casa tan bonita que moja las aguas del río. Yo toco el saxofón. ¿Le gusta la música? También toco el tambor y repico el atabal.
- No tenemos radio-dijo Pilar- Los que escuchan la radio terminan confesándose negritos del África Tropical que cenan todas las noches un vaso de Cola Cao.
- Le puedo enseñar a cantar canciones rusas en español. Me llamo Celia. Mi marido me llama Zeliuska, pero es una ridiculez. Espero que venga a vernos actuar. Mi marido hace un número que encoje el estómago. Es funambulista. Yo toco el saxofón y el tambor. También redoblo el atabal cuando él se sube al alambre y da vuelta campana. Entonces me envidian muchas mujeres. Me envidian tanto que se sientan a mi lado. Las viejas dicen que ven latir mi corazón. ¿Su marido es abogado? Lo deduzco porque los abogados usan lazo. Pídale que le acompañe. Una señora de su porte ilumina el espectáculo. Una vez vino a vernos un capellán con zapatos de charol. Un monaguillo colocó debajo de sus suelas un paño con golondrinas.
Pilar entró en casa y subió a la primera planta procurando no hacer ruido. Su hermano contemplaba el paisaje por la ventana. Estaba tan absorto en la pintura que apenas sintió el estirón de orejas que le dio su hermana.
- ¿Por qué viene a bañarse al río que pasa por delante de nuestra casa?-dijo Pedro.
- Para que se te caigan las babas en la pechera de tu camisa. Se llama Celia y está casada.
- ¿Qué quieres que haga?-dijo Pedro simulando cara de aburrimiento.
Pilar salió con una toalla blanca y cubrió los hombros de la mujer. Le ayudó a secarse. Le dijo que más arriba el río hacía un remanso entre cortinas de acacias a salvo de miradas peligrosas.
- Esté segura que de haber estado mi padre, le hubiera invitado a pasar a casa. Y le habría tomado la tensión.
- ¿Su padre es el médico de aquí?- preguntó la mujer.
- Mi padre es el médico de aquí y de donde lo necesitan. Mi hermano lo será pronto. Casualmente lo he encontrado estudiando anatomía femenina singular cuando he subido por la toalla.
- Su padre y su hermano saben que el polvo del camino se quita con agua y jabón. Volveré a traerle la toalla limpia.
La mujer se fue sin despedirse. Tampoco miró a la ventana de arriba.
A Pilar le daba igual. Su padre no tardaría en llegar. Pilar lo esperaba todos los días con la luz de la sala encendida, sentada en donde estaba el piano de su madre. Cuando ella era niña, su padre y su madre tocaban a cuatro manos canciones muy hermosas que leían de cuadernos de solfeo, pero desde que fueron a ver el mar y su madre, la única que lloró al contemplarlo, tuvo el capricho de coger una estrella como la que veía en los libros. La quiso coger con su hijo en brazos y se ahogó. Su madre se ahogó por querer coger una estrella de mar. Era caprichosa. Cuando regresaron del cementerio, su padre atornilló la tapa de nogal del piano con cuatro pernos de ataúd. La música se quedó prisionera en sus teclas blancas y negras. Sus pedales lloraban cuando Pilar los pisaba con ira. A cambio, besaba su raíz de palo de rosa con la certeza de que sus labios estaban encima de la tecla fa. Y cantaba: fa, la, do, mi. Mi, sol, si, re, fa.
En el infortunio, Pedro tenía dos años y ella ocho. Ahora su hermano tenía veintidós y ella veintiocho. Pedro era un chico apuesto. Venía siempre que podía de Zaragoza para estar en casa. Pedro tenía el carácter de su madre. Era espontáneo y cariñoso. Ella se parecía a su padre. Era alta, flaca, seria y sensitiva. Era elegante, caminaba con gracia. Sus labios marcaban una boca con carácter, su nariz recta, sus ojos grandes y bien colocados, dibujaban una frontera que atemorizaba a los hombres. Sólo Baldomero, un muchacho con más de treinta vacas, tres peones y una criada, la trataba con simpatía. Algunas veces, Baldomero preguntaba a Pilar por los gansos. Otras le decía si quería dar una vuelta por las vías del ferrocarril de la mina.
- Después de caminar un día entero el ferrocarril se transforma en montaña, los rieles suben y bajan como las montañas rusas que te llevan al Infinito. En el Infinito hay una cueva con estrellas de hielo que las tallan los mineros que hace mucho se quedaron atrapados en un laberinto perpetuo. Tenemos que ver quién resiste más sin caerse de los rieles.
- Yo elijo el rail derecho.
- ¡Eso ya veremos!
Pilar estaba dispuesta a caminar por las vías hasta el punto que llamaban el Infinito. El cura solía predicar en Pentecostés que al final de las vías se encontraban las puertas que conducían al Infinito. Estaba aburrida de caminar por las diez calles y cinco estradas que configuraban el mapa del pueblo y que te empujaban a la parroquia y a la tienda de ultramarinos de don Jobito.
Se había puesto por encima de sus hombros el chal de su madre. Echó a andar por la vía. Era el camino que la gente empleaba para llegar antes a San Martín, una ciudad de quince mil habitantes en donde había más de treinta tiendas variadas, peluquerías de señoras y dos gasolineras. Una a la entrada y otra a la salida de la ciudad. Y un convento de frailes que pedían por las casas comida, ayudados de un carro y un burro y otro convento de monjas que hacían magdalenas y bordaban anclas para los uniformes de los niños que hacían la Primera Comunión, escuchando a los bichos del campo cantar con sus alas. Había una iglesia como una catedral con el órgano colgado del cielo de la nave central. Era la colegiata de Santa María. Allí habían bautizado a Pilar y a su hermano. 

Su padre cerraba la consulta el 15 de agosto e iban en su Peugeot negro a misa mayor a escuchar tocar el órgano a don Delfín, el compañero de una médico coja, que había fallecido en Zaragoza. Un año, hacía ya muchas fiestas, terminó la misa con un bolero. También disfrazaba el tango Caminito en la comunión. El cura lloraba de felicidad. Antes de dar la bendición decía que en el Infinito había una orquesta internacional que no paraban de tocar piezas como aquellas. Un día se corrió por la aldea que habían visto al organista en Lisboa llevando en brazos a su perro Stalin enfermo de una pata. Corría de tranvía en tranvía preguntando el recorrido del Tranvía nº7, porque había muchas posibilidades de encontrar allí a una mujer que hacía felices a los hombres y sabía cuidar las heridas de las patas de los perros.
Al terminar don Delfín su concierto anual en la ciudad de Santa María, Pilar agarraba de una mano a su padre y la pasaba por su rostro mojado por las lágrimas. “Bach, la cantata que tocaba mamá”
- ¿A ti como te gusta más?- preguntaba Pilar a su hermano.
- Al saxo tenor. Como toca la comediante de la trenza-respondió el muchacho guiñando un ojo a su hermana.
- No sé si acerté al enviarte a estudiar a Zaragoza. Es una ciudad golfa.
- Conoces mis tres mundos, papá: nuestro pequeño pueblo, esta ciudad llena de iglesias y Zaragoza. ¡Ni que viviera en París!
- Me gustaría que llegaras a médico y que ejercieras en casa. Aquí la gente paga con lo que tiene, pero paga. Tu hermana no para de trabajar. ¿Quién te pagaría tus gastos en Zaragoza? Estoy fuerte. ¡Llegaré! Hoy también se lo he prometido a vuestra madre en Santa María.
- El organista de ahora es malo. No tiene alma- dijo Pilar.
- Don Juan tenía fusas y corcheas en vez de glóbulos en la sangre.


Regresaban en silencio ya con la tarde oscura, con el cielo café con leche. Encima de los cipresales de un cementerio olvidado hasta de sus muertos, se vislumbraba un repaso de nubes de hilo medio blancas, medio grises, que bien lo podía haber formado la fumata de un avión a reacción hacia el costado de poniente. Pilar, aunque no lo sentía, se santiguaba delante de la puerta de los cementerios, recuerdo de los gestos que le quedaron de su madre. Todavía iban su padre y ella a llevar rosas a su sepultura, también en agosto. Limpiaban entre los dos el mármol blanco con polvos de bicarbonato y después de terminar, permanecían en pie y en silencio, con los ojos clavados en su nombre esculpido en la losa. El viento, porque en el cementerio siempre soplaba un viento con olor a sol, acariciaba la melena de Pilar y la corbata a rayas azules y granates de su padre. Parecían dos santos haciendo guardia.
- Hoy la función de los titiriteros cortará el paso por la plaza- dijo Pilar.
- ¡Qué bueno! ¡Pienso ir!- dijo Pedro- ¿Me acompañas?- preguntó a su hermana.
- Ya di calabazas a Baldomero- dijo Pilar.
- ¿Por qué haces caso a un zampatortas?- preguntó Pedro.
- Baldomero es un buen hombre- dijo el médico.
Pilar miró a su padre con gesto de vomitar. Desde hacía tiempo pensaba que su padre no iba a mover un dedo para facilitarle un noviazgo ad hoc. Dieron la vuelta por la estrada que circundaba el pueblo. Pudieron ver cuatro focos de gran potencia y escuchar 15 segundos de España Cañí. Por las calles se veían grupos de mujeres llevando una banqueta debajo del brazo. Ya no hablaron. Pedro aparcó el coche debajo de una tejavana. El médico se sentó en uno de los dos sillones de mimbre que sacaban a la solana en verano. Se hizo un cigarro con medio caldo de gallina. Pilar se puso a hacer una tortilla de patatas. Era lo que más gustaba a su hermano.
Bajó como un pincel. Se había puesto camisa limpia y unos vaqueros que no tenía nadie más que él en el pueblo.
- No vengas tarde-dijo su padre.
-Ya- dijo Pilar orgullosa de la planta de Pedro.
Pilar quería mucho a su hermano. Todavía se despertaba sudorosa de la pesadilla del día que arrastró la ola a su madre. Salía del sueño abrazada a su almohada que no era otra cosa que el cuerpecillo de su hermano. Porque ella fue la que le abrazó y corrió a la arena.

Amaneció un domingo radiante. Cogió el chal de su madre y rodeó su casa.
- Está tan bueno el tiempo que voy a hacer las visitas a caballo-le dijo su padre desde la cuadra- Sólo son tres viejas que no se quieren ir sin tomar un poco más de jarabe.
Pilar le ayudó a montar y le colgó el maletín en la silla.
El médico se volvió desde la carretera y como siempre la confundió a su hija con su mujer: alta, erguida, con un vestido estampado de racimos de uva de oro.
- Solo existe el presente- dijo el médico con la voz rota por el tabaco. La frase que le dejaba vivir. También la decía su hija y ello le molestaba. “Son frases de viejos, hija”, le regañaba.
Pilar esperó a que las herraduras se perdieran por el camino del río. Aquel era un barrio tranquilo. Sobre todo, los domingos. Las mujeres que iban a misa lo hacían aburrido. Pilar tenía ganas de llegar a los sembrados de maíz y desde una huerta que terminaba en punta, saltar a las vías del antiguo tren de la mina de carbón. Ya había pasado el día anterior escuchando el órgano de la Colegiata de Nuestra Señora, había comprado almendras garrapiñadas, había tomado una taza de chocolate y había llenado su cestillo de tules e hilos finos para su trabajo casero. Era una mañana muy hermosa. Desde hacía unos años algunos campesinos habían plantado girasoles y el paisaje estaba cambiando. Pilar estaba a punto de llegar a un punto en donde había una roca casi plana al borde de la vía. Era un lugar en donde crecían algunos álamos, fácil de hallar un escondite entre sus troncos si se acercaba alguna persona. Caminaba presurosa con idea de llegar lejos. “Hasta el infinito.” “Hasta el infinito” Había leído en un libro que el Infinito se podía alejar o acercar. Y que si llegabas antes de que cayera la noche y sin cansarse excesivamente, te entraba una serenidad que te hacía olvidar las espinas del camino de la vida. Pilar no comprendía la diferencia entre el día y la noche para llegar al plácido Infinito. ¿Sería algo así como el Bien y el Mal, el Alto y el Bajo o el Rico y el Pobre? Había muchas cosas que Pilar no comprendía. Lo que descubrieron sus ojos entonces, tampoco. Lo vio sentado en el pedrusco, al borde de la vía. Baldomero sonreía como un niño. Sintió ganas de dar media vuelta y regresar a casa. No lo hizo. Quiso llorar. Su boca dibujó una sonrisa inusitada. Se subió en el riel de la derecha, al otro lado de la roca y se deslizó con habilidad.

- ¡Como el Gran Ramplín! ¡El pulso del Rey del Arco!
- ¿Dónde has dejado tus cerdos?- dijo Pilar con esa rabia que algunas mujeres saben dibujar para herir.
- Al Infinito se llega sin dañar al compañero- dijo el hombre intentando guardar el equilibro en el riel.
Pilar se volvió sin dejar de caminar y lo miró limpiamente a sus ojos. Baldomero se sintió enfermo. Comprobó la certeza de que los ojos de Pilar desarmaban al hombre más preparado para dominar. Baldomero traía tres botones de su camisa abiertos. El vello de su pecho simplemente asomaba. Se percató. Se abrochó. Ella se recogió en su cuello su mantón liviano. Caminaron sin hablar. Él, tropezándose. Ella resbalando sus zapatillas por el hierro oxidado. Parecían una bailarina de ballet y un borracho. Desde niña había necesitado amor más que ninguna otra cosa en el mundo. Pero nunca se puso a buscarlo con la vehemencia necesaria. En aquel pueblo las mujeres que llegaban a los treinta años cuidando media docena de gansos, estaban perdidas. Ella misma se llamaba por lo bajo la Birrocha de los Gansos. Era el título perfecto para una comedia dominical. Y alguna vez casi llegó a alcanzar las suficientes fuerzas como para preguntar a su padre qué opinaba de su apodo universal a partir de los treinta años.
Su sinceridad siempre disparaba a destiempo:
- ¿Tú te casarías conmigo, Baldomero?- preguntó con la voz fuerte de recoger a los gansos y meterlos al gallinero. Con la misma voz fuerte que usaban las mujeres para llamar a sus hijos a la hora de la merienda desde las ventanas de sus cocinas.
- ¡Qué ocurrencia, Pilar! ¿Dices porque hace unos instantes me he sonrojado? Los hombres no sabemos dominarnos. Yo sé quién es usted y quién soy yo. No soy un soñador. Tengo los pies en la tierra. Sólo sé que quiero llegar a tener sesenta vacas y que me llamen Baldomero. Baldomero es nombre de vaquero, de vaquero soltero y rico. ¡Qué ocurrencia, Pilar!
Baldomero salió del camino de la vía y apretó a correr por una selva de maíz que amarilleaba sus hojas. Corría sin sentir en sus muslos los latigazos de las cañas, sin padecer en su pecho y en sus brazos las heridas que manchaban de sangre su camisa azul, sin comprender su irracional conducta. Sin saber por qué le quemaban las lágrimas de sus ojos. Corría y corría respirando con esfuerzo, sin mirar atrás, sin sentir vergüenza. Sólo con el deseo de llegar a las naves en donde sus vacas pacían tranquilamente, cerrarse por dentro y llamarlas una por una por su nombre, porque Baldomero mojaba la testuz de sus animalillos con medio litro de agua bendita y les ponía un nombre cristiano al día siguiente de nacer.
Pilar recolocó su vestido en sus carnes. Ahora saltaba de un riel a otro con verdadera gracia. Parecía un pajarito perdido. Una brisa mañanera onduló el vuelo de su vestido y sus pelos sueltos bailaban señalando el Este y el Oeste siguiendo el ritmo de su dueña. De lejos parecía un guiñol magnífico acostumbrado a los aplausos del público. El Infinito se encontraba al final de la vía, de una vía que nadie sabía donde terminaba. Alguien contaba que se perdía retorcida en una sima por allí lejos, más lejos de donde comenzaba a romperse la llanura chocando contra los montes. Allí se originaban las tormentas los veranos y se interrumpían en invierno. Pilar había intuido que las personas sólo tienen una vida porque no podían resistir otra. Su padre solía decirle que su amigo el organista explicaba a su mujer que la vida pasa tremendamente deprisa y que haría falta otra para volver a empezar corrigiendo errores. Por eso él se había convertido en un trotamundos en busca del tranvía nº 7. Estaba convencido que ella le esperaba en el mismo asiento del mismo tranvía en que la conoció. Pilar no iba a cometer el mismo error. No había Infinito. No existían tranvías mágicos. Lo único que había era el presente. Un presente al que se le podía ver tocar y oler.
Pilar no dejó de deslizarse por los rieles hasta que el sol llegó al cénit. Fue al mismo tiempo que gritó al cielo: “¡Nuestro Destino está en nuestras manos!” Se volvió. Bajó de los raíles y comenzó el regreso a casa por un pequeño sendero que corría parejo a las vías. Cogió una manzana de un árbol. La mordió. La escupió. Estaba agria. Tenía hambre. Todo tiene su tiempo. El hambre también se olvida. Caminaba a pasos iguales. Soñó en la paz de su casa, en la tarta de melocotón que había preparado el día anterior. Pensó en su padre. Iba a ser una tarde histórica. Se iba a acercar y sin decir palabra le iba a besar en la frente. Otra etapa de su vida. Su padre no andaba lejos de los sesenta. Un beso en la frente era lo mejor. Lo iba a hacer. Se lo pedía el cuerpo como nunca se lo había pedido. Había sido vencida por la terquedad de su padre. Sabía que él era lo que más quería: recibir. Lo iba a hacer. Quizás era más cariñoso abrazarlo y besarlo en la sombra de su barba. Llegó con el cielo azul marino. Las estrellas no tardarían en llegar. El pueblo estaba muerto. Cuando el pueblo expiraba alcanzaba la belleza de los finados. El párroco prohibía hacer espectáculos los domingos. Los titiriteros se marchaban al día siguiente. Entró por la salita que daba a la solana, por la habitación en donde estaba el piano de su madre. Su entrada coincidió con un arpegio casi con todas las teclas del piano, de grave a agudo. Ella, la Zeliuska rubia, sopló el saxo dando saltitos en el suelo. Ambos estaban de espaldas. Pilar salió a la leñera donde su hermano preparaba durante el verano la cosecha de troncos para el consumo de las chimeneas en invierno. Fue tan fulminante que ni el pianista ni la saxo tenor tuvieron tiempo de abrir sus bocas. 
El filo del hacha dio con tino en la tapa del piano, justo encima de la tecla fa, partiéndola en dos. Pilar dejó con exquisito cuidado el hacha contra la pared empapelada de margaritas y abrió la puerta que daba a las escaleras. Ya desde arriba, antes de encerrarse en su alcoba, escuchó decir a su padre con su timidez más extrema:
- Alguna vez se tenía que acabar el luto, digo yo.
Pilar supo que nadie se iba a atrever a entrar en su cuarto. Sin embargo, esperó. Cogió una pequeña maleta de cuero y la llenó sin mucha imaginación. Se sentó en una esquina de su cama y esperó inmóvil la hora de dirigirse a la carretera principal para coger el autobús que iba a San Martín. Si don Delfín el Organista vivía con un zurrón buscando un tranvía inexistente, ella también pondría todo el empeño para dar con la ciudad en la que habían construido la montaña rusa más grande del mundo. Allí encontraban la felicidad los desamparados del amor, según leyó en la peluquería en una revista francesa que habían abierto en la calle principal de San Martín. Y su padre decía que las revistas francesas siempre contaban la verdad.
Pedro la esperaba en la parada del autobús. Lloraba con el mismo desconsuelo que puso cuando lo sacó su hermana del mar. Sólo le dijo:
- Baldomero me ha dicho esta tarde que te da todas sus vacas con sus partidas de nacimiento.
Pilar echó una carcajada irrefrenable, la más larga y sorprendente carcajada que había echado y echaría en su vida. Se sintió libre y feliz. Por ese orden. Primero libre y después feliz.

FIN
Primer recuerdo AQUÍ                                               
Tercer recuerdo AQUÍ