jueves, 10 de abril de 2014

EL NEGRO QUE ROBÓ UNA NARANJA

     
     Mi abuelo me dijo que mató a un caimán en el río Orinoco. Lanzó el arpón y se lo clavó en su testuz. Mi abuelo me llamaba trasto. Un día cogió dos limones grandes del limonero y me dijo que se los llevara a mi madre. Son cosas que me acuerdo de cuando mi abuelo era un viejo feliz. Luego se murió mi abuela y se convirtió en un viejo triste. Dejó de sonreír y de fumar en su pipa de espuma. Tampoco se afeitaba todos los días. Y ya no me enumeró más el nombre de la parte del mundo en que se encontraba navegando cuando nació cada uno de sus nueve hijos. Pero aunque su carácter se había vuelto melancólico, me gustaba estar a su lado. Mis amigos decían que era el perrito de mi abuelo. No me importaba que me llamaran el perrito de mi abuelo. Me gustaba que me cogiera de la mano con la suya, que era grande y siempre estaba fría. Me dejaba tomarle el pulso en la muñeca. Sus latidos eran pujantes. 
     El perro de mi abuelo se llamaba Verde. Era más viejo que yo.
- ¿Cuántos años más que yo tiene Verde, abuelo?
- Es unos años más antiguo que tú. Los perros se desgastan antes que los niños. Yo he gastado siete perros en mi vida. Cuando se muera, entiérrale en la mar.
Mi abuelo algunas veces llamaba Rufián a Verde. Rufián debió de ser su perro preferido, porque se le escapaba su nombre a menudo. Mi abuelo escribió cinco libros. En los cinco había un perro que se llamaba Rufián. Mi abuelo tenía muchos secretos. Creo que toda su vida fue un gran secreto. Mi maestra solía decirnos en las clases de lectura que los grandes hombres que nos han dejado libros profundos, generalmente han sufrido mucho en su vida. Sin embargo, mi abuelo me dijo que no hiciera demasiado caso a las frases colosales de los maestros. Todas las cosas tienen su pero, niño trasto. Porque ha habido grandes escritores que nos han dejado obras irrepetibles sustituyendo el sufrimiento por la imaginación. Instrucción, talento e imaginación eran, según él, las tres herramientas para no morirse tonto.
Me llevó a su cuarto y sacó de un cajón, que a su vez estaba dentro de otro cajón, un estuche. Desempolvó un cuaderno con resguardos de madera y me lo dio para que leyera en paz alguna de las cosas que aprendió. Además de mostrarme el secreto de su armario, me permitió ver los porqués de una lista de saberes que me hicieron preguntarme por las curiosidades resueltas del abuelo. Había más de mil. El abuelo conocía la historia del té, por qué no vemos en la oscuridad, por qué nos quedamos dormidos. Sabía la fábula del calvo y la mosca, sabía desenterrar la luz solar, sabía cómo distribuía un león las horas del día, qué fuerza hace volar a las flechas, por qué contamos por docenas, sabía con qué producen las abejas los zumbidos, si las flores duermen de noche, conocía la historia de la bicicleta, por qué se apaga el fuego, sabía hacer pompas de jabón, un violín con una caja de cigarros, tinta invisible, dulce de coco, un globo. Sabía por qué nos inquietamos, a dónde va a parar el humo, la historia del caballo, por qué las gotas de lluvia son a veces grandes y a veces pequeñas, por qué no nos vemos a nosotros mismos en los sueños. Sabía muchos poemas y docenas de historias. Pero no sabía por qué no se dejaba besar por los niños. Yo nunca conseguí dar un beso a mi abuelo. Recuerdo que lo intenté cuando era pequeño. Ante sus aspavientos no tuve más remedio que dejarle tranquilo. Su faz era inexpugnable.
Mi abuelo se llamaba Sosías, pero le llamaban José. Decía que era hospiciano, hijo de una madre mendicante que le olía el aliento a compota de manzana. No recordaba más de ella. Tampoco sabía ni cuándo ni cómo se murió. Sólo contaba que su aliento olía a manzana. Yo sabía que el abuelo se iba a morir llevándose consigo la historia profunda de su vida. Y sentía pena cuando una pregunta mía le sumía en un mutismo que lenizaba su carácter, como si le hubiera metido morfina en su sangre. Porque paraba sus ojos azules en alguna parte de mi rostro y esperaba que alguna mueca mía le revelara mi conformismo con su manera de ser. Cuando su martirio pasaba de largo, me llamaba trasto y se iba a refugiar a su cuarto, que era grande y luminoso. Tenía una ventana doble y un antepecho con puertas. Frente al antepecho estaba su butaca verde. Se sentaba en ella y se quedaba horas mirando al mar.
También había un tocador con encimera de mármol gris. En el cajón central, dentro de un misal, encontré una foto del abuelo con pajarita negra. Se la robé junto a una flor de pensamiento prensada en las páginas de una misa de Pentecostés. Era un pensamiento amarillo y violeta, de los que la abuela plantaba entre unas piedras subidas de la playa. Al día siguiente el abuelo me vino a buscar a la cama.
- ¿Qué has hecho con ella?-me preguntó con sus ojos en mis labios. Me sonrojé.
- La foto…-balbucí.
- Déjate de monsergas. 
Abrí el cajón de mi mesita de noche y saqué su cuaderno con cubiertas de madera, el que me dejó para que leyera sus conocimientos. Al descubrir el pensamiento extrajo el misal del bolsillo de su chaqueta y lo abrió con precisión por la misma página en donde había dormido. Sus torpes dedos se acercaron a ella para pellizcarla como si se tratara de las alas de una mariposa.
- ¡Espera!-dije.
Salté de la cama, corrí al cuarto de baño y cogí las pinzas de mi madre. Me esperaba con el misal abierto. Mordí los cálices secos con la precisión que mi padre pinzaba sus sellos y los coloqué en su sitio. Luego hice lo mismo con su fotografía.
- Eso no quiero- dijo mi abuelo. 
Busqué su rostro para ver su enfado. También había enrojecido. Aquel día comprendí que el cuarto del abuelo permanecía vivo, que cuando se encerraba en él no era solo para sentarse en su butaca y barrer con sus prismáticos las cubiertas de los barcos que entraban y salían del Abra. Las puertas de su ropero tenían llaves. También los cajones de su tocador y de su mesa de despacho. Y las llaves rara vez estaban en su sitio. Una vez llegué a ver en un cajón de su despacho una estacha con el mango cubierto de cuerda trenzada. Al lado de la estacha asomaba el cañón de un colt. El abuelo velaba los despojos de su vida como un soldado patrulla su puesto de guardia.
Me gustaba verle cubierto con su gorra de capitán. Se la ponía para ir a los entierros y cuando venía a visitarle un mayordomo tan viejo como él. Para asistir a los entierros se ponía la gorra de plato con las dos anclas bordadas rodeadas de laureles. Verde se ponía contento y si no le encerrábamos, le seguía ladrando hasta la iglesia. Aunque el cura se enfadaba, el abuelo dejaba sentarse al perro a sus pies.
- Deje en paz a mi perro. Hemos vivido juntos muchos temporales como para que no pueda acompañarme a los funerales de mis vecinos.
El mayordomo venía con sombrero de alas. Algunas veces se encerraban en el cuarto del abuelo y permanecían dando voces y pegando puñetazos encima de la mesa del despacho. Un día le oí al abuelo decirle:
- No vengas a romperme la paz.
- ¿Qué paz te rompo?
- El silencio.
Don Claudio no vino más.
Sucedió después de morirse la abuela. Y es que desde que ella se fue, al abuelo le pesaba el mundo.

El abuelo se murió tres años después que la abuela. Primero dejó sus paseos. Después se sentaba debajo de la parra en una silla de cuerdas. Un día la cambió por la butaca verde de su alcoba. Vivió el verano casi sin hablar. Yo me sentaba en el suelo mirándole cómo me miraba. Sus ojos azules se posaban en los míos como si no me conociera. Hablaba poco. Frases perdidas. Un día alargó el brazo como para retenerme y dijo:
- El negro de abajo es mío. Recuérdalo. 
No dijo más. Le interrogué de cien formas diferentes para llamar su atención. Fue inútil. Al mediodía pregunté a mi madre si ella sabía lo que me había querido decir el abuelo.
- Está perdiendo la cabeza- dijo.
No me conformé. Menos, al advertir que el abuelo empezó a jugar con sus cejas y a mover el azul de sus ojos. Desde el primer momento supe que me quería decir algo.
- El negro es tuyo-dije despacio.
- Es mío. Pero puedo asegurarte que alguien se encaprichará de él.
El abuelo se puso en pie y luego volvió a sentarse.
- No pienses que yo me voy a quedar con los brazos cruzados-dije para seguirle la corriente.
Tenía una mosca en su frente. Me acerqué a espantarla.
- ¡Ni se te ocurra! ¡Los hombres no se besan!
- No te iba a besar, abuelo. Iba a espantar una mosca que te está molestando.
- Es una mosca cojonera. No hay nada que hacer. Las peores son las de Estambul. ¿Cuántos años tienes?
- Trece.
- Yo subía al palo mayor a hacer guardias con doce años. Te voy a decir una cosa. Dicen que soy un buen viejo. Pero de joven fui más malo que la sarna. Solo medran los malos. ¡Prométeme que serás malo! ¡Muy malo!
Mi madre estaba en lo cierto. El abuelo deliraba despierto. El médico había dicho que tenía los riñones mal. Que no esperásemos milagros. Era el mes de agosto después de la Virgen: la época que la canícula fatiga los pulmones de los viejos. Le solíamos refrescar su rostro con un abanico. Entonces cerraba sus ojos y hacía gestos afirmativos con su cabeza. Le agradaba que le abanicáramos, pero le desesperaba que le pasáramos un pañuelo húmedo por su frente. Me acuerdo. Aquel verano no fui a la playa. Mi mayor preocupación consistía en pensar cómo se puede ser malo, muy malo.
- ¿Dónde está el negro, abuelo?-le pregunté con decisión. El anciano me miró sin ambages. Supe que mi pregunta era correcta.
- Te voy a decir una cosa. Esto es entre tú y yo. ¿Estás de acuerdo?
- Sí.
- Una vez robé una naranja al mayordomo. Era muy difícil robar nada a don Claudio. Descubría al ladrón por el olor. Habíamos levantado anclas en Santo Domingo con la marea de noche. Me dirigía con la naranja al puente de mando. Primero vi una sombra. Después distinguí un cuerpo. Me acerqué al cuerpo. Era un negro que se había colado de polizonte. Disparé a sus cejas y le di en la frente. “Te he visto”, dijo el mayordomo a mi espalda.
- Me has visto qué- le dije.
- Ponerle la naranja en su mano. Esa naranja es mía-me dijo.
Era cierto. La naranja era suya y yo la puse en la mano del negro. Entonces le dije:
- Es un negro africano. Los negros africanos no pueden entrar a su mundo espiritual sin un presente. No les dejan entrar. ¿Qué ofrenda más delicada que una naranja?
“- Escucha”- me dijo el mayordomo. “Mi hija, que también lee libros espirituales, me pidió que le lleve un negro. Regálame tu negro y yo te dejaré coger todas las naranjas que quieras.”
Fue cuando pregunté a mi madre si el abuelo creía en Dios.
- Cuando era joven, no sé. Ahora reza.
- ¿El abuelo mató muchos negros, má?
- Decían que el abuelo tenía buena puntería.
- ¿Tiene pistolas?
- ¡Vete a saber lo que guarda en el sótano de debajo del trastero! La abuela solía quitar el polvo de todas las cosas que almacenaba el abuelo. Desde que se ha muerto, la trampilla está cerrada.

- ¿Dónde está el negro, má?
- ¡El negro!
- A lo mejor está en ése sótano.
- Que yo sepa ahí sólo hay una colección de cosas que el abuelo fue reuniendo en sus viajes por el mundo. Recuerdo que hay pies humanos, bragueros para hernias indomesticables, carracas para matar a Judas, balas, corazas de tortuga, herramientas para modelar dientes postizos y un montón de objetos sin nombre. Pero no recuerdo que haya negros. 
El abuelo se murió mirándome.
Tuve que esperar un mes en encontrarme solo en casa. En el trastero se guardaban latas y botellas de vino. La trampilla que daba a la escalera del sótano se escondía debajo de una alfombra. La escalera era empinada. No había luz eléctrica. Fui por la linterna de mi padre. El sótano era pequeño. En el ángulo noroeste había un cajón con dos puertas y un cerrojo. Lo abrí. El negro dormía sin ojos. Tenía un saxo dorado. Era un magnífico saxofón de latón brillado. El negro tenía los labios rojos. Vestía traje de rayas y cubría su cabeza con un sombrero hongo. Le faltaba una mano, pero tenía zapatos de charol.
Verde se había colado detrás de mí. Algo con pelos trepó a mis hombros. Era algo tan vivo como una rata. Me acordé de los consejos del abuelo. “Las ratas sólo muerden si las pisas”. Verde era feliz. Se metió entre mis piernas. Me tropecé qué sé yo con qué. Mi espalda cayó contra el armario del negro. Una dulce melodía de saxo tenor comenzó a sonar ahogada por los ladridos de Verde.
- ¡Joder con el abuelo!- exclamé sentado en el suelo. 
Al negro se le habían dado vuelta los ojos. Ahora tenía ojos de muñeco de feria. La boca se le abría y se le cerraba. Cuando se le abría, metía la boquilla de hueso del saxo en su boca. Cuando se le cerraba, la sacaba. Subía y bajaba su cabeza, le temblaban las rodillas. Era un maravilloso negro de feria.
- ¡Buena rata, Verde!- exclamó mi padre desde la trampilla.
Verde había atrapado a la rata.
- El negro es de juguete, pá. 
- Lo trajo tu abuelo para regalárselo a tu abuela. Pero a la abuela le daban miedo los negros. ¿No te ha contado que robaba naranjas al mayordomo para ponérselas en las manos de los negros que mataba de un certero disparo? 
El saxo gimoteaba con dulzura. Se calló.
- La cuerda la tiene en la frente. Debajo del sombrero- dijo mi padre.
- Entre ceja y ceja-dije.
Subí. Era una rata con la cabeza blanca. Nunca había visto una rata con la cabeza blanca. Se la llevó mi padre a enterrarla en la huerta. Le seguí. Tragué saliva.
- ¿Cuántos polizones habrá matado el abuelo?
- Tu abuelo era una buena persona. Quería a la vida. A la suya y a la de los demás. Es mejor que olvides las cosas que te contaba. Lee sus libros. Ahí está lo mejor de él.
- A mí me dijo que tenía que ser malo. Muy malo. ¿Qué tengo que hacer para ser muy malo, pa?
- Matar a un negro.

FIN


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