miércoles, 26 de noviembre de 2014

CUANDO EL CAMPO CALLA, TRUENAN LOS CAÑONES

Cuarto recuerdo

El sargento, que tenía veintinueve años cuando comenzó la contienda, había nacido en la tercera casa de la calle Las Pesas, perpendicular a Olmos empezando a contar por donde llegaba el río. De niño trabajó de recadista en la tienda de ultramarinos de don Jobito y vivía con su madre, que se había casado en segundas nupcias.
El padrastro del muchacho tenía un pequeño taller en donde fabricaba y arreglaba carruajes. Este hombre, cuando estaba un tanto bebido, era alegre y ocurrente, pero en estado sobrio era refunfuñón. Prieto creció encima de la bicicleta de la tienda de don Jobito llevando los pedidos aquí y allá. Cuando no estaba en la tienda, se arrimaba al taller de su padrastro a oler a serrín y a llenar sacos de virutas para la estufa de casa. No le importaban ni las patadas ni los insultos de su padrastro. Sólo si nombraba a su madre todo su cuerpo se tensaba y se bloqueaba.
- No vaya por ese camino porque todos los hombres sabemos matar- le dijo un día Prieto agarrándole de un brazo.
El padrastro, que era cobarde, entendió bien al chico. Sobre todo cuando vio las huellas de sus dedos en sus brazos. Llegaron a entenderse. Prieto aprendió el oficio rápido y el padrastro dejó de creer en Dios el día que el muchacho se apuntó en la legión. Una mañana, el padrastro se dio cuenta que no sabía vivir sin él. Le despertó a su mujer y le dijo:
- Echo de menos a tu hijo.
- Yo también- le respondió la mujer.
Entonces el carpintero se marchó descalzo al almacén de las maderas. Le gustaba pisar los charcos desde niño. Además, para lo que iba a hacer, no necesitaba calzado. Se ahorcó.
Prieto regresó de la legión con el hábito de la benemérita. Vino desde Madrid en el tren de Zaragoza hasta San Martín. El vagón estaba abarrotado y se pudo sentar al lado de una mujer esbelta, rubia, chata, un poco demasiado chata para ser guapa. Pero sus rasgos marcados llamaban la atención de los niños. Su fisonomía se elevaba por encima de los rostros vulgares de las otras mujeres del vagón. El guardia Prieto sintió unas ganas irreprimibles de tocarla. Y parece que a la mujer no le importaba que la tocase. Llegaron a San Martín cogidos de la mano. No subieron al autobús de línea para llegar a Marías. Caminaron los dieciséis kilómetros por la orilla del río, bordearon el bosque de pinos y se subieron a los rieles que salían de la boca de la montaña. Llegaron a la frontera del municipio con las promesas que se hacen los enamorados cumplidas. Se juraron amor eterno, se besaron largo kilómetro a kilómetro y levantaron una cabaña con cañas de maíz en un lugar recóndito para pasar la noche. Si el guardia Prieto llegó a casa de su madre sin botas es porque se las sacaron de sus pies mientras dormía en la cabaña de borona. La mujer rubia y de nariz chata se llamaba Celia. Hablaba como un pájaro ronco, pero sabía tocar el saxofón. Se quedaron a vivir en casa de la madre del guardia Prieto. Sólo diez días. El guardia hacía cinco años que no veía a su madre. Una vez la llamó por teléfono a la centralita de Correos, pero ella vivía lejos y cuando llegó, el muchacho había colgado. “¿Cómo es su voz, tú?, preguntó al funcionario. “Alegre. Tiene una voz alegre, señora”. “Entonces igual que su padre. Será un buen hombre”. Tampoco le había enviado una postal desde que se separaron. Ni siquiera sabía que era guardia civil. 

Pero cuando lo vio bajo el dintel de la puerta de la cocina, con capa y tricornio, cogió un montón de platos de la alacena, seguramente los únicos que tenía y comenzó a romperlos contra el suelo de cemento de la cocina uno tras otro. El guardia Prieto era alto y de buena presencia. Tenía fuerza. La mujer lo comprobó cuando le agarró por las muñecas y le dijo:
- Frena tus nervios, madre.
Eran las nueve un poco pasadas en el reloj despertador de la cocina.
- Es por tu uniforme. Me da temblores.
- Es un oficio como otro cualquiera. Pero con botas. Me las han robado mientras dormía.
- Tu padrastro se ahorcó descalzo. Sus botas están donde las dejó.
Eran unas buenas botas.
- ¿Y la señorita?
- Tu nuera, madre. La señorita es tu nuera.
- Buenos días -dijo la madre dándose vuelta el delantal.
Lo dijo como si se tratara de una mañana de otoño y la chata fuese una señora elegante que llevaba el pelo recogido en un moño que le dejaba su cuello al descubierto.
- Buenos días, señora -contestó Celia.
- Quítate la capa, hijo. Vístete de hombre. En el armario de nogal hay ropa de tu padre y de tu padrastro. Os haré el desayuno. Creo que todavía queda algún plato entero.
- No tenemos hambre. -Dijo Celia.
- Date colorete y píntate los labios. ¡Anda madre! Acompáñanos a la iglesia, que nos vamos a casar.
Recorrieron la calle Olmos agarrados del brazo.
- ¿Y el padrino?
Venía en su caballo negro y blanco por el medio del carril. Era un hombre flaco y alto cubierto con un sombrero de ala ancha. Venía silbando con los ojos perdidos en una nube blanca que se acercaba levitando a escasos centímetros del suelo. La nube, según llegaba a su lado, pintaba de colores un diáfano vestido de verano. Lo último en conformarse fue su rostro pecoso. La mujer del jinete alumbraba su imagen con unos colgantes granados. Primero saludó a la chata, después a la vieja con colorete y al final dejó un saludo militar al guardia civil. El hombre del caballo se apeó contento.
- Son el señor médico y su señora- dijo la madre del número Prieto-, que saludó de taconazo y con la mano plana en el tricornio.
El de la benemérita llevaba guantes blancos, los botones de la casaca con brillo y los pantalones planchados con raya. Su capote olía mitad a celos y mitad a amor.
- Se van a casar- dijo su madre-. Y si me deja atreverme a decírselo, se lo digo: no tenemos padrinos.
- Madrina, la madre. Para padrino le dejo a mi marido. Yo tocaré el armonio- dijo la esposa del médico.- El caballo está acostumbrado a esperar.
El médico fue en busca del párroco.
- Ese muchacho sabía tocar la cítara cuando era pequeño. Lo hacía tan bien que le permití tocar los domingos. También íbamos al claro del castañar a disparar flechas de colores.
Entonces, el santo Abate, el cazador más certero de las espesuras, recordó la lección que les daban en el seminario sobre el filósofo Empédocles y se puso a cantar con voz profunda en el camino al altar.

Éste es un fármaco contra la ira y los dolores.
Éste es el único olvido para todos los males.”

Bendijo a la pareja y animó al hombre a cubrir a la mujer.
El abate había estado feliz. La esposa del médico tocaba el armonio, entraba en la iglesia a la yegua del médico. Recordó que el guardia sabía tocar la cítara y que él guardaba un saxo nuevo.
- ¿En dónde?- preguntó la recién casada.
- Si sabes tocar la comparsita, te lo regalo.
Para entonces la iglesia se había llenado. Los niños y las mujeres traían flores para el caballo. Era un saxo dorado. También su música sonaba a oro. Zeliuska soplaba con mimo sin cubrir al armonio. Zeliuska había sido una actriz de circo real con sus pelos del color de plata y con dos pechos, dos, redondos como dos lunas llenas. Al final hubo romería en la explanada de la parroquia y don Lucas, el médico, hizo bailar a su yegua un pasodoble para saxofón.
Diez días después, a las siete en punto de la mañana, la hora en la que se marchaba la gente de Marías, el número Prieto y Zeliuska partieron con la orden del párroco de Marías cumplida, a un cuartel de los Pirineos.

Estuvieron cinco años.

En cinco años, el número Prieto ascendió a Cabo Prieto, a Primero Prieto y a Sargento Prieto; construyó en una herrería tres carros de saltimbanqui según un modelo que copió de una tribu francesa; aprendió a dar volatines en una cuerda atada entre dos pinos; contrató al saxo de la banda de la compañía para enseñar a su mujer a soplar fino, al atabalero, el arte de atabalear. Cinco años de aprendizaje. Zeliuska cogía ranas y hundía su nariz chata en la resina de los pinos. También lucía su melena de plata en el sidecar del sargento Prieto. Los días que el sargento Prieto libraba, sacaban brillo al sidecar y recorrían los valles. Cuando el viento les cortaba el aliento, eran felices. Zeliuska se ponía pantalones para viajar. Mucha gente les tomaba por dos camaradas y les hacía gestos obscenos. Sí, la carretera era un escape. Algunas veces se internaban por caminos sombríos y divisaban una cabaña. Por lo general, paraban. Si no había nadie, husmeaban su interior y hacían planes para vivir en una casa escondida.

El sargento Prieto se engañaba. Él era hijo de la llanura. En realidad, los valles angostos le asfixiaban. Se dio cuenta que cuando salían de excursión cada vez se alejaba más del cuartel. Siempre añoró Marías. Soñaba con el olor del pelo de su madre, con los pies descalzos de su padrastro, que se ahorcó por descubrir que le quería, con el médico de Marías encima de su caballo, son su hermosa mujer que caminaba sin tocar el suelo. Una mañana sintió un empujón irresistible. Le dijo a Zadiuska que se ponga los pantalones y se presentó ante el Teniente de la Compañía.
- Solicito tres días de permiso.
- Las cosas están revueltas, sargento.
- Dos días.
- Bien. Dos días.
Salieron antes de amanecer.
Vieron el color de las hojas muertas; escucharon tiros escondidos; durmieron en la ermita de un hombre santo que contaba la letanía con los dedos de sus pies.
- ¡Llevamos órdenes del valle al cuartel de la muga!- gritó el sargento Prieto a una pareja que pastaba sus caballos.
- Dicen que se escucha música por las linternas de los puentes del Pilar.
El Sargento subió las orejas de su capote. Ensayó un saludo militar en el espejo del río Sallent.
“- Son los mismos miedos que metían los del Rif en los cuerpos de los morojuanes. Cúbrete el pelo, que escucharemos muchos más”,-dijo el Sargento Prieto, haciendo petardear la moto.
Llegaron con la puesta de un sol rojo, bajo un paraguas de lágrimas de fragua, encintado con un matachiné amarillo.
- Las nubes dibujan setas en el cielo de octubre. Los pastores saben leer sus recados para el invierno.
- ¿Qué se escucha por los boquetes de los túneles por donde dicen que corre un tren hullero? -preguntó Zadiuska.
- Hierro. Mi padrastro decía que por la boca cercana a Marías sacaban hierro en volquetes arrastrados por mulos. A los mulos los guiaban niños de Marías. Niños analfabetos que tenían que esperar a hacer el servicio militar para aprender a leer. Algunos niños podían ir a la escuela de doña Felicidad. La anciana no era maestra. Enseñaba a los niños a leer cantando. Ella se murió escuchando nadar a los peces encima del puente nuevo. Verás, Zadiuska. En cuanto tenga un rato libre, entregaré al Teniente la petición de mi jubilación del Cuerpo.
- ¿De qué vamos a vivir, soñador?
- De saltimbanquis. El cabo Petralanda y los números David y Renedo han aprendido a llevar con maestría los carros.
- ¿Qué saben hacer?
- Poco. Aprenderemos. Tú tocarás el saxofón y el atabal. Seremos grandes entre los grandes. Tú ya has aprendido a sacar carne de gallina a hombres viejos y a llorar a madres fondonas. ¿No te ha llamado la atención el silencio de los campos?
- Los árboles sólo lloran con la fuerza del viento.
- Sí. Y cuando las ovejas no balan, los caballos no relinchan, las vacas no mugen. ¿Has escuchado parpar a los patos, zurear a las palomas?
- Me gusta que me aplaudan en las plazas de los pueblos. Tengo unas castañuelas que suenan debajo de mi sostén. Parecen cocos de caramelo. Los abates de las abadías retocan sus zuecos frotando los racimos de las avellanas. Los viejos repican sus dientes postizos. Y yo bailo, no paro de bailar y de silbar como un pastor. ¿Por qué me agarraste las manos en el tren?
- Porque eres chata y rubia.
- ¿Por ése poco?
- Y porque estaba subido.
- En serio. ¿Has escuchado piar a la turba de pájaros en los bebederos del río.
- También me he silenciado para escuchar su sosiego.
- ¿No huele a marchito? Dicen que cuando el campo calla, truenan los cañones.
- Hincar el pico, torcer la cabeza, cerrar los ojos.
- Sin embargo, te has callado.
- Antes de llenar los baúles, haremos un festejo para la hermandad, para los vecinos de los alrededores y bajaremos por las curvas de los rieles para escuchar las elegías que hacen los descontentos. Yo sí creo que por los rieles de abajo sopla el viento de un huracán. También creo en la música que hace la lluvia al caerse por los tubos de un órgano dorado como el saxofón que te regaló el abate de Marías.
- Nadie tocaba la trompeta como el cabo Gento. Nadie plateaba su piel como el guardia de 1ª Narciso Perón. Decían que comían de la misma cuchara. La tropa cantaba: “De la misma cuchara, dicen, comen Gento y Perón.”
A la puerta de la ermita, frente a la bandera, llegaban los civiles con su gorro de charol. Traían la chapa del cinto brillando. Las mujeres sacaban banquetas de sus cocinas y niños y niñas jugaban a la tocadita armando algarabía. El orden llegaba con el cornetín del cabo Gento. La alegría, con el atabal de Zadiuska, actriz de circo real. Por la esquina noroeste llegaba el carro del gran Ramplín adornado con guirnaldas y ardillas de verdad. La banda del destacamento de la Guardia Civil entonó el Himno de Riego. Fue el comienzo de una noche, elevada a asombrosa por la pericia de Ramplín.

Dos noches después de la actuación del Sargento Ramplín llegó un telegrama extraño. Decía que desde Zaragoza hasta el camino que llevaba a Reinas, emanaba una extraña música por las bocas que años atrás se usaron como caminos mineros.

Al estallar la Guerra estaba a punto de ser ascendido a subteniente de La Guardia Civil. Era republicano. El capitán que estaba al mando del Cuartel de Alta Montaña le dejó regar las rosas que crecían debajo de la ventana de su esposa. Sólo cuando terminó, ordenó a un cabo arriar la bandera.
- ¿Y qué hacemos ahora, Prieto?- le preguntó el Capitán.
- Jodernos a tiros.


FIN
Primer recuerdo    AQUÍ 

Segundo recuerdo AQUÍ 
Tercer recuerdo     AQUÍ
(Continuará)

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