miércoles, 23 de diciembre de 2015

HAS HECHO BIEN


León vendió las botas nuevas de su abuelo a un sirio que remaneció debajo de los manzanos una mañana nublosa. Lo encontró su madre con el rostro enterrado en la yerba cuando salió al huerto a coger perejil. El sirio era un hombre alto, de no más de treinta y cinco  años, con nariz de gato persa, ojos verdes gastados y hechura desgarbada. Estaba descalzo.
 La mujer llamó a su hijo para que dijera al turista que se encontraba en una propiedad privada. León, un muchacho de trece años, simpático de nacimiento, extendió su mano y le dio la bienvenida. Luz Adviento tenía cara de luna llena, un talo de plata que se sulfuraba cuando su hijo sonreía a los contratiempos. Aunque enterrados bajo un montón de libras de carne, sus nervios se retorcían y se mordía sus labios al entender que León se le hacía hombre sin darle tiempo a enseñarle a esconder sus buenos sentimientos. “¡Compórtate como un zorro! ¡Ni los santos muestran sus emociones!”, le decía sin reposo. Después de estrechar la mano del forastero, León escondió sus dedos en los bolsillos de sus pantalones y los restregó en los forros para tratar de eliminar un olor enfermo que le produjo arcadas. Como siempre, su madre tenía razón. Y también, como siempre, él se quedó quieto esperando la reacción de ella. Luz Adviento no sólo tenía cara de luna llena, también sus pechos eran satélites redondos y todas las partes de su cuerpo dibujaban un sistema planetario de carne magra de más de cien kilos en entero. Sin embargo, ignoraba la gravedad del suelo y se movía liviano, como levitando. Luz Adviento siempre había sido espesa. Creció así hasta que alcanzó un metro ochenta de altura y rompió la mandíbula a su padre de un puñetazo que le propinó con toda su alma. Tenía dieciséis años y había dejado el bachiller para seguir a un brasileño que tocaba el tambor y cantaba en un pub. Su padre, un gallego de hablar confuso, le dijo que él no trabajaba para mantener a furcias zánganas. Y le gritó: “¡Putarraca de putamierda!” Fue cuando Luz se levantó y le lanzó el derechazo. Al día siguiente se marchó de casa con diez billetes de cincuenta euros que robó a su madre de debajo de un Sagrado Corazón sedente. Su madre también era gorda, pero así como Luz Adviento estaba configurada con encanto, la señora era gorda simple con problemas para caminar. Quizá por eso se quedó en casa con una cantinela triste que la repetía siempre que alguien le preguntaba por ella: “Ya sabe el camino de vuelta”. Se murió un mes después  mirando por la ventana de la cocina. Cuando el viudo sintió el frío de la soledad, cerró la puerta de casa con dos vueltas de llave y se fue a vivir con una guardia municipal.
Era una casa amarilla con un mirador a lo alto, tejado a dos aguas y algo más de cien años en su joroba. La huerta y los manzanos la rodeaban por los cuatro costados. Después había un seto descuidado envuelto por un bosque de pinos. Aun con las bombillas encendidas parecía una casa abandonada. Luz Adviento ansiaba vivir en la ciudad. Sabía fregar, planchar, guisar pollo con tomate, hacer el trabajo que su madre nunca hizo. También sabía las declinaciones de latín y la historia de España hasta Alfonso XII. Por simple intuición había aprendido a morder los lóbulos de las orejas de los hombres y a enredar en los puntos de placer masculinos. Sabía lo suficiente para no morirse de hambre. Pero cuando transcurrieron tres noches sentada en un banco de jardín con los bronquios enfermos y se dio cuenta de que la vida no es como le habían enseñado, no tuvo más remedio que buscarse una cama de pensión en el centro de la ciudad. Todavía dormían entre sus pechos los quinientos euros que había robado a su madre. Se había jurado no gastarlos nada más que en extrema necesidad. Acudió a la pensión de una anciana bien conservada que adornaba su garganta con collares de bisutería y usaba boquilla para fumar. Se llamaba Coralia Bogador, tenía tres pupilos con derecho a cama, cena (sopa y lirios) y conversación variada. Conocía el arte de tejer su memoria para mantener la atención. Y no se preocupaba en perderse en el río de sus palabras, porque su jovialidad le ayudaba a reformar su historia con una cuchillada de imaginación. Luz Adviento aprendió de ella que un  seso sin fantasía nunca llega a ser gran cosa en la vida. Los pensionistas eran tres: dos hermanos gemelos sin ninguna analogía, a no ser su aserto pronunciado con una convicción irrebatible y una mujer de mediana edad que pedía en la puerta principal de los Jesuitas. Los hermanos gemelos, que estaban a punto de entrar en la sesentena, hacían chapuzas en casas viejas: enchapaban cocinas, pintaban y empapelaban, colocaban cisternas y cobraban lo suficiente para emborracharse los sábados. Les llamaban “Los Decoradores”. La pupila, de cincuenta años o así, no sólo pedía en la puerta principal de los Jesuitas, también vendía porros de cannabis, que le proporcionaba un camello mestizo (coco y cacao). Luz Adviento fue recibida en aquel abrigo de aves raras con el miedo que acarrean los indocumentados. Sólo Coralia Bogador, dueña del cotarro, sintió el impulso de abrirle sus brazos al percibir en su puño los otoñales colores de los billetes de cincuenta euros. El cuarto tenía una cama, una silla y una cómoda. 
- Detrás de la puerta hay clavos para las perchas -dijo doña Coralia.- La cena es a la hora del telediario.
- Hoy solo quiero dormir. Mañana ya veremos -dijo la muchacha.
Luz Adviento cerró la puerta del cuarto. Tenía tantas ganas de tumbarse que empujó a la anciana para que se diera prisa en salir. Antes de deshacer la cama vio que a sus pies había una ventana. Daba a un patio grande por donde paseaban dos gatos. Dobló la almohada y se recostó. En algún lugar de la casa charlaban dos hombres y una mujer. Después se callaban y dejaban paso a la voz de la dueña de la pensión que hablaba quedo. Las voces parecían venir de muy lejos; pronto se fundieron las cuatro voces en un runrún que parecía llegar de la cocina de su casa, igual que cuando era una niña y sus padres reían y hablaban. Luz Adviento sintió poco a poco el letargo del sueño.
Coralia Bogador recordaba con mucha claridad el día que vio al Niño Jesús columpiándose en la rama de una higuera. Hacía ya una década que su memoria se había puesto a mirar atrás refrescándole nostalgias que se habían muerto. Eran las amnesias que la vida pisa hasta que la cercanía de la muerte las rescata  del olvido. Al Niño Jesús le columpiaba una muchacha con cara risueña y ganas de jugar. Muchos despertares le sorprendían con la morriña de la fotografía infantil y se esforzaba por ponerle nombre a la joven que también le hacía reír a ella. La presencia de Luz Adviento en la puerta de su casa le produjo un chispazo que empalideció su rostro. Aunque se mostró sensata aquella noche, el sueño no le cerró sus párpados. A la mañana siguiente esperó a que sus pupilos salieran al tajo para confeccionar un discurso con la fuerza del convencimiento, porque la expresión del rostro de Luz Adviento era semejante al de la joven con ganas de jugar que columpió al Niño Jesús cuando todavía era una niña casi sin edad. Coralia Bogador se había aburrido de ser vieja, necesitaba a su lado un aliento joven. 

La anciana se levantó de la cama a las cuatro de la mañana. Llevaba despierta desde las once pensando en la forma de convencer a Luz Adviento que se quedara en su casa.  No le fue difícil. Cuando el amanecer pintó el cielo de rosa y azul y la limosnera y los gemelos salieron a sus negocios, Coralia se asomó al patio por una ventana que daba al pasillo. Así descubrió a Luz Adviento jugando con los gatos. La anciana soltó una risa infantil. La llamó y le dijo:
- ¿No tienes más sueño?
- Sí. Estaba pensando en largarme por esta ventana.
- ¿Largarte? ¿A dónde?
- Eso es lo que no sé.
- ¡Quédate aquí! Me podrás ayudar a hacer la sopa y a freír el pescado para la cena.
Luz Adviento durmió hasta que la anciana la despertó a la mañana del día siguiente para decirle si la quería acompañar a la pescadería.
El empleado era un joven alto, de no más de veinte años, con nariz de gato persa, ojos de limón verde y molde desaliñado. A Coralia Bogador no se le escapó la mirada de Luz Adviento.
- ¿Te gustan los sirios?-dijo la anciana mientras revolvía la caja de lirios.
- Prefiero el pollo. 
- Los sirios de Siria.
- Y los pollos de la pollería-dijo el pescadero con sonrisa norteamericana

Luz Adviento recogió el mohín del hombre. Era una sonrisa normal. Ella se la devolvió especial. Coralia Bogador se rió hasta que se le asomaron los dientes postizos de arriba. Al salir de la pescadería se agarró del brazo de Luz Adviento. Estaba segura de haber hecho una gran adquisición. El pescatero era más alto que Luz Adviento. Además, sabía silbar como las serpientes de cabeza negra que viven debajo de las piedras  de Palmira. 
Luz Adviento llevaba cuatro meses y cuatro días viviendo en la pensión cuando se hizo acompañar por la anciana Coralia a la farmacia. Todavía le quedaban algunos meses para cumplir diecisiete años. La prueba casera de la ranita no había fallado. Estaba encinta. Luz Adviento metió los gatos del patio en una caja de leche y desapareció. Su estado de ánimo había olvidado su abatimiento y dejó que un sol alegre anidara en su corazón. Regresó a la orilla del mar, al bosque de pinos donde le parió su madre. Su padre había cerrado la puerta de casa con dos vueltas, pero dejó la llave debajo de una teja, seguramente por si ella volvía.  La casa estaba adornada con telarañas, polen y excrementos de rata. Invirtió quince días en limpiarla. Podó el seto, labró la huerta con el pequeño tractor. Por las noches ponía la televisión, se recostaba rendida en el sofá y dejaba a los gatos dormir en su regazo. 
León Adviento nació en un soleado amanecer, el 29 de abril de 2003. Se quedó con un solo apellido porque a su madre le pareció el nombre y el apellido de un hombre triunfador. Según sus cálculos más atinados el padre de León podría ser uno de entre cuatro hombres, todos con nombres compuestos y vulgares. Al nacer León, su madre ya había cumplido diecisiete años, pero al faltarle un año para alcanzar la mayoría de edad, las autoridades la destinaron al Convento de las Madres Desamparadas hasta cumplir la edad reglamentaria.  Sin embargo, al día siguiente de dar a luz, cuando la enfermera le trajo al bebé para darle la toma correspondiente, Luz adviento saltó de la cama, se vistió, cogió a León entre sus brazos y vio salir al sol mientras hacía el empalme a un Clío negro. Lo dejó no lejos de la boca del metro y llegó a su casa dos horas más tarde. Lo tenía todo planeado. Había almacenado víveres para un año entero, justo el tiempo que permaneció encerrada hasta que se pudo hacer el D.N.I. sin peligro. Conformó un nuevo carácter de madre soltera: cuando bajaba al pueblo no respondía a los saludos. Llegó a ser tan cortante y grosera que los padres prohibieron a los niños cruzarse con ella. La huerta fue su salvación: Puso  gallinas y conejos. León fue un niño solitario. Inventaba sus propios juguetes, hablaba con los gatos, ponía nombres humanos a los conejos. A los cinco años sabía leer. Su madre había sido una brillante alumna. Decidió no llevar al niño a la escuela. Todas las noches dedicaban dos horas en hablar de las estrellas, de Robinson Crusoe, de los mares, de los ríos, de Tom Sawyer y de David y Goliat. También le enseñó a distinguir las flores con olor, de las de sin olor, el canto de los pájaros comunes y la vida de las mariposas. Lo que no pudo inculcarle es que el peor enemigo del hombre es el mismo hombre y que lo más razonable era usarlo para propio provecho antes de que se aprovechen de ti. León había tenido tan poco trato con la gente que se mostraba apático ante cualquier decisión. Sólo cuando cumplió trece años, sin saber cómo, las recomendaciones de su madre le comenzaron a parecer sin fundamento. Su aspecto desgarbado, su mirada perdida, su sonrisa sin destino, envolvían a un muchacho atrayente. Hacía amigos sin proponérselo. Las mujeres  comentaban su carácter cariñoso, tan diferente al de su madre. León apenas subía al pueblo, pero algunos muchachos de su edad venían a su casa. Jugaban en el pinar hasta que Luz Adviento gritaba su nombre con la fuerza de una sirena de barco desde el mirador. El amanecer que Luz Adviento se encontró con el desconocido tumbado boca abajo debajo de los manzanos, llamó a León. Luz Adviento le estaba mirando la nuca al forastero. Sólo fue capaz de quitarle los ojos de encima cuando el hombre levantó su cabeza.  Entonces se sonrojó y se arrepintió de haber llamado a su hijo. El hombre se levantó despacio, dejó los brazos pegados a su cuerpo. Movió los labios sin hablar. Luego llegó León, extendió su mano y le dio la bienvenida. León metió su mano en el bolsillo del pantalón para limpiarse. El hombre olía raro. Ella desapareció en la oscuridad de su casa. 
- No se deje los zapatos-dijo León.
El desconocido intentó taparse un pie con el otro. Primero uno y luego el otro. Tropezó.
- ¡Quieto, que te vas a partir los morros!-dijo  León.
- No tengo zapatos. Me los quitaron ayer.
- ¿Has venido caminando?
- No tengo prisa.
- ¿De muy lejos? 
- Bastante. ¿Esa es tu madre?
- ¿Quién va a ser, si no?   
- ¿Y tú eres su hijo?
- Elemental. ¿Tienes dinero?
- Algo.
- Tengo unas botas casi nuevas. Las dejó mi abuelo.
- ¿Por cuánto me las vendes?
- ¿50 euros te parece mucho?
- No sé lo que tengo. Espera.
- Sí. Voy por las botas.
León buscó a su madre en la cocina. Luz  no estaba. Se había encerrado en el retrete. León cogió las botas del armario de su abuelo. Salió.
- ¡Vaya! Parecen unas buenas botas- dijo el hombre. Se sentó en la yerba y se las puso-. ¡Perfectas!-exclamó. Le dio el billete de 50. León cogió el dinero.
- Cerca de la boca del metro, en el pueblo, hay una mercería. Seguro que encontrarás unos buenos calcetines-dijo León.
- ¿Puedo regresar mañana para despedirme de tu madre?
- Será mejor porque ahora está ocupada. 
- De acuerdo. 
León Adviento miró a sus ojos verdes gastados, contempló su andar desgarbado y levantó su mano derecha a modo de despedida cuando estaba en la barrera de la huerta.
-¿Por qué te has escondido?- preguntó a su madre-. Le he vendido las botas del abuelo por 50 euros.
- Has hecho bien.


FIN



Arrigunaga, (GETXO) a 3 de diciembre de 2015.

martes, 3 de noviembre de 2015

LA MUERTITA

Encima de mi casa había un bosque de encinas de gran talla cuyas copas entorpecían el paso de los rayos de sol. Allí, dos niños y una niña se encontraron con una joven tendida en la yerba con flores en el pelo. Estaba muerta. Sin embargo, aunque el rigor mortis se dibujaba en su rostro afilado, no asustaba. Tenía los ojos cerrados y en sus manos, un ramito de flores silvestres. Eran ranúnculos. La difunta estaba descalza. Las uñas de sus pies estaban pintadas de rojo. Alguien le había amortajado con un vestido blanco.
 Los niños que la descubrieron se llamaban Set, Dabo e Inés. Eran hijos de mi vecino Lolo, un ex boxeador que ahora trabajaba con carnet de detective. Tenía la oficina en el sótano de su casa, un chamizo con tres ventanas altas en donde recibía a su clientela, generalmente hombres y mujeres que le contrataban para vigilar a sus parejas. Era viudo. Bebía vino tinto. Le olía el aliento a ajo y peleaba por sus hijos para sacarlos adelante. Sobre todo con Set, el mayor, de unos catorce años, gran lanzador de lapos y buen encajador de los cachetes de su padre. 
Set, Dabo e Inés corrieron al mesón en donde Lolo acostumbraba a jugar un tute con el cabo Aparicio, alias Ojazos o también El Chino, por sus minúsculos ojos. Set sabía que no era el mejor momento para llevarle a su padre el cuento de la chica muerta, pero el recado valía un buen coco. Los niños tuvieron suerte. Lolo ganaba la partida y los niños fueron la excusa para llevarlos a casa y hacerse con el pequeño botín de encima de la mesa de la taberna. Para tabaco.
Ya el sol comenzaba a ser devorado por el monte Serantes, cuando Inés se agarró a la mano de su padre.
-¿Por qué tiemblas, palomita?-le preguntó Lolo a su hija.
- En el bosque  hay una chica durmiendo-dijo Inés.
- Está muerta- aclaró Set. Dabo le ha puesto un grillo en la cara y no se ha movido.
- Tiene flores en el pelo y es muy guapa- dijo Inés.
- Seguramente es un asesinato amoroso- dijo Dabo con su pachorra habitual. 
Lolo llevó a sus hijos a casa sin dejarlos de escuchar. 
- Os he dicho un millón de veces que no vayáis al bosque. En el monte hay culebras y mochuelos -dijo Lolo. 
- Quiero llevarla a casa para que las culebras no le saquen los ojos-dijo Inés.
- Ya se ha hecho de noche en el bosque. Allá oscurece media hora antes y ya no se ve nada-dijo Lolo.
- Podemos usar mi linterna- dijo Set.
- Y la mía- dijo Dabo.
- ¿Por qué no nos crees?- preguntó Set.
- Porque siempre  que llega la hora de hacer los deberes inventáis un cuento raro. Tienes demasiada imaginación, Set. Luego te quejas que el que recibe más garlopa eres tú. Tus hermanos se dejan engañar con entusiasmo. ¿Cómo lo consigues? 
Mi vecino Lolo conoce a sus hijos. Tiene la mano demasiado rápida, pero los críos quieren a su padre. El cariño le vino de manos de su mujer muerta, una mujer, que ya de novios, acudía a las veladas de boxeo en las que actuaba Lolo, con un bocadillo de lomo de cerdo porque tenía el convencimiento de que los boxeadores debían fortalecerse rápido. Era una pareja feliz, rota por el cáncer. Lolo no supo alcanzar la paciencia de una madre pero no olvidó regresar a su casa todas las noches, sereno o beodo, para besar o arrear una coz a su camada. En cuanto Lolo corría el pasador de la puerta de la calle su descendencia se agarraba sus orejas enrojecidas y dormía en paz. ¿Qué más se le puede pedir a un padre? 
-¡Eso!, ¿qué más?
- Un beso sin olor a ajos-decía Inés frunciendo su ceño.- Y Lolo se ponía las gafas de sol que le regalaron sus devotos después de un combate funesto. También se las ponía al aceptar un caso difícil de una esposa engañada por un marido rico. Las mujeres toreadas disponen de talonario para disimular el descalabro. Lolo se cubría sus ojos  para no mostrar su éxtasis al ver de soslayo los cuatro ceros del talón. Permaneció imperturbable a los ruegos de sus hijos, hasta que pasadas las doce, dio un puñetazo en la mesa de la cocina y dijo:
- ¡Hoy no es Noche Vieja! Os prometo que en cuanto amanezca os acompañaré al bosque.
- Para entonces ya se habrá marchado la muertita-dijo la cría. 
Lolo no durmió. Escuchaba a sus hijos dar vueltas en sus colchones sin poder conciliar el sueño.
Los vi muy de madrugada atravesar las campas que llevaban al encinar. El viento gallego traía nubarrones. Los chicos habían visto a su padre esconder su Browning del 38 en el cinturón, en el costado. Aquello significaba que su padre les había escuchado con atención la noche anterior y se lo tomaba en serio. 
- Cuando yo era niño en este bosque había enanos y tortugas- dijo Lolo a su hija con voz apagada. 
- Y una culebra con cascabeles en el rabo- le replicó Inés a su padre.
- ¡Vaya! ¡Eso yo no sabía! Exclamó Lolo.
- Los enanos, ¿eran jóvenes o viejos?- dijo Inés.
- Viejos muy viejos y trastos. Raptaban a niñas del pueblo y las traían aquí. Las ataban al tronco de un encino y les hacían cosquillas hasta que se morían de risa-dijo Lolo.
Set y Dabo dejaron atrás a su padre y a su hermana. El bosque los tragó en su oscuridad. Era casi imposible buscar un agujero entre las hojas para ver la luz del cielo. Se perdieron. Aunque lo que perdieron en realidad fue el lugar en donde la tarde anterior se toparon con la difunta muchacha amortajada con un vestido blanco. 
- ¿Tus hermanos? ¿En dónde se han quedado tus hermanos?-dijo Lolo.
- Se  han pasado medio pueblo. Ya regresarán -dijo Inés.- Ella se encuentra detrás de los troncos de esas encinas negras. Es un sitio tranquilo para dormir. Aquí.
- ¿Estás segura?
- Como que soy pelirroja.
- Piensa bien. Aquí no está. ¿No te habrás despistado?- dijo Lolo.
El detective comenzó a dibujar círculos alrededor de los dos encinos negros. Diez minutos más tarde encontraron a Dabo y a Set. Lolo les retorció las orejas por querer llegar a un lugar que se había esfumado. Lolo mandó a los tres a casa y él regresó al sitio que había señalado Inés. Encontró un ramito de ranúnculos en el suelo. “Alguien se la ha llevado de noche”,- pensó. 
Llegó a casa. Set ya había preparado la leche para el desayuno.
-¿Nada?-preguntó el muchacho.
- Nada.
- Se la han llevado los enanos-dijo Inés.
Aquella tarde el cabo Aparicio dijo en la taberna que habían encontrado encima de la mesa de las autopsias del cementerio el cadáver desnudo de una niña con las uñas de los pies pintadas de rojo.
- Ni era tan niña ni era del pueblo-dijo Jesusa, la mujer del tabernero- En ese bosque, antes de la Guerra, venían los pobres a dormir. Traían periódicos y sacos de pulpa para fabricarse el colchón. Entonces los pobres eran muy pobres y los tontos mucho más tontos, pero follaban como ahora. Es un bosque con mala fama.  

El cabo Aparicio tenía venia del teniente de Línea para cubrirse su cabeza con el tricornio negro.  Decía que daba más autoridad. El cabo Aparicio, de cincuenta y cuatro años, carabinero de Costa, había salvado de las olas de la mar a dos traficantes de tabaco del pueblo, que tenían la costumbre de esperar con su bote a motor a un barco cubano que les traía  puros y  picadura. Los colocaban en la Sociedad Bilbaína y en los bares de putas. Lo digo con conocimiento de causa. Aquella misma noche me arrimé a la casa de Lolo el detective. Nos llevábamos bien. Yo sabía que Lolo y sus críos habían revisado el monte y que no habían encontrado nada. 
-Los críos no mentían -me dijo Lolo.- Ellos me dijeron que la muerta tenía un ramito de flores silvestres en las manos. Quien le llevó a la mesa de autopsias del cementerio, dejó el ramito en el suelo. Seguramente se le cayó. Yo lo encontré y lo escondí en mi mesita de noche, al lado del orinal. Son ranúnculos rojos.
- Las raíces de los ranúnculos tienen veneno-dije a Lolo.
Aquella mañana sucedieron muchas cosas en el pueblo. A mí sólo me tocó llevar el recado que me dio el cabo para Lolo: los traficantes de puros cubanos te andan buscando. Dicen que el barco ha traído una caja  con lazos rosas para ti. Al menos viene a tu nombre.
Lolo se presentó en casa de los traficantes a la hora de comer. Vivían en el Barrio  de Pescadores en una casa blanca con ventanas abarrotadas. Les cuidaba su hermana María la Seca, una mujer difícil de entender porque no gesticulaba. Los que le habían visto decían que tenía pelos en el pecho y era lisa como un niño. Sin embargo, en primavera iba al bosque y se abrazaba con amor al tronco de un encino. Juro que la he seguido en más de una ocasión. A la vuelta pasaba por la huerta de mi casa y comía las fresas más hermosas. Siempre hice la vista gorda porque sabía que no era feliz. Fue María la Seca la que entregó a Lolo su caja.
- El nombre lo he escrito yo con carmín rojo forte. Después de mucho pensar decidí regalártela a ti porque  quizá eres el más necesitado del pueblo-dijo la Seca a Lolo.
Una vez en casa, Lolo soltó el lazo de la caja y le quitó el papel azulón con brillo. Sus tres hijos rodeaban la mesa de la cocina con las bocas abiertas de emoción. Debajo del papel apareció una caja con una tapa celestial en donde una santa desnuda ofrecía sus lindezas desde un canapé verde limón.

- ¡Es la muertita! - exclamó Inés.
- ¡Qué tía más buena!-pensó Set buscando los ojos de su padre con el rostro encendido.
- Pero a esta la han fotografiado sin amortajar-dijo Dabo con flema de niño viejo.

Me lo contó mi vecino Lolo una tarde de galerna en la delantera de su casa mientras limpiaba su Browning del 38. Para entonces ya se había destapado en el pueblo que todo había sido una broma del cabo Aparicio y de Jesusa, la mujer del tabernero que, por cierto, se lo pasaron formidable intoxicando el candor de dos niños y una niña. Lo malo es que Lolo no les ha perdonado y temo que vaya a cometer una barbaridad. No puede comprender que personas adultas se burlen de un viudo montando movidas de mal gusto con muñecas hinchables.  


FIN


          Arrigúnaga (GETXO), a 2 de setiembre de 2015.








domingo, 13 de septiembre de 2015

PEQUE


Yo soy Cleónimo. De oficio, bedel de Instituto. Jubilado. Muy entendido en peces de la ribera de la mar. Socio del Athleti, del IMQ y amante del bacalao. Ver amanecer me alegra. Si el cielo está azul, echo una pataleta  en la puerta del garaje, que es donde está el Este en mi casa y ya casi todo el día tengo cuerda para dar positivo, como dicen ahora. No, lo que dicen es estar en positivo. Cuando voy a la ciudad a comprarme zapatos suelo alojarme en casa de mi hija Marina, la Peque. Las gemelas se marcharon a Alemania después de las inundaciones. Las dos olían a batán, la colonia que usaba su madre hasta que se murió. Me escriben de pascuas a ramos, las dos en el mismo sobre y siempre dicen que van a venir y que me van a traer una bicicleta. Piensan en el padre todavía joven que dejaron aquí. A esas no hay ya quién las mueva. La Peque sí viene. Vive con un guaperas que trabaja en un tallercito en donde montan relés y cosas de bobinar. Marina viene los últimos sábados de mes, generalmente por las mañanas. Me suele traer una palmera o una carolina grande. También me compra calcetines, pero yo se los pago. No quiero que piense que soy un aprovechado. 
Cuando salgo a pasear por La Galea, la gente que me conoce, me dice: “¿Ya vas Cleónimo?” o “Cleónimo ya va de paseo, guapo, guapo”.
- Sí. Ya voy.
- Tiene tres hijas y vive solo- dicen los chismosos.
Vivir sólo da paz si no te duelen las muelas. La casa es un buen refugio para los solitarios. Es la mejor manera de gastar los días con el ruido del tic-tac  del reloj. Por eso hago un esfuerzo y procuro salir a dar un paseo. Hasta hace poco podía alejarme uno o dos kilómetros. Sin embargo, mis incursiones por el pueblo parecían vigilados por todos los jubiletas aptos, de tal manera que siempre terminaba al lado de media docena de viejos que sólo sabían hablar del cariño que les tienen sus hijos y nietos y del precio de las medicinas. Yo sé que casi todos viven solos, como yo. ¡Menudo chollo! Don Agustín Ciprés, jubilado de Iberdrola, suele tener moretones en los carrillos y con cierta asiduidad aparece con gafas de sol, aunque caigan chuzos. Yo no hablo de mis hijas. Eso es para cuando me quedo en casa sin salir. Entonces me las imagino corriendo por el pasillo de casa. 

Y las gemelas, que son pelirrojas y pecosas, se suben en mis lomos y me dicen que soy su burrito. Les dejo trepar a mis espaldas y las paseo a cuatro patas por los once metros y medio de pasillo sin dejar de rebuznar. La imaginación que no para. 
Ahora salgo poco. Mis cuatro kilómetros de antaño (dos de ida y dos de vuelta) se han transformado en cortos paseos de doscientos o trescientos metros. He dado con un banco en un recoveco del camino y me siento con mi bastón entre las piernas y un cigarro sin encender. No fumo, pero el cigarro queda bien. Da pose. Hace a viejo rebelde y eso me gusta. El banco está recostado en la fachada de una casa vetusta, debajo de un balcón. Es lo malo. Si llego antes de las once, la mujer del primero sacude su bayeta. Entonces me suelo levantar y me pego al muro de la casa para esquivar las pizcas de la doña.  

Al principio Marina ponía su cama como si tuviera intención de quedarse, limpiaba su cuarto y le ponía olor rico. Luego dejó a su cama en paz  y pasaba el rato quitándose los pelos de sus piernas. Después empezó a faltar y finalmente dejó de venir. Tuvieron que pasar tres o cuatro meses sin que Marina apareciera para convencerme que la Peque me había olvidado. Yo, viejo chocho y sentimental, deshacía su cama para volverla a poner y rociaba la almohada con su colonia. Es lo bueno de vivir solo. Puedes actuar como un excéntrico sin que aplaudan las pulgas. El único problema reside           en la altura de tu vivienda. Si vives en una planta baja es mejor cerrar las ventanas. Una vez me puse a planchar mis pantalones para dar mi paseo. Desde luego que me encontraba en calzoncillos. Pasaron dos antiguas alumnas del instituto. Tocaron el cristal de la ventana con sus nudillos. Me dijeron: Cleónimo, ¿nos compras una rifa contra la ablación? Tomé aire por la boca y me agarré los huevos. Tengo dentera. Las chicas se acercaron al alfeizar y me miraron divertidas. 

- ¿Qué os pone contentas? ¿Son mis canillas? ¿Las manzanillas de mis calzoncillos?
- Es tu cara de aspereza. Cierra la ventana y plancha- me dijo la que llevaba las rifas para las negritas de África.
Aquella semana cogí el metro y fui a casa de mi hija. Un pequeño esfuerzo extra. Son las rodillas- ¡Cleónimo! ¡No querrá tener unas piernas de chaval!- dice mi médica.
- ¡Pues claro que quiero!
- ¡Con lo elegante que viene usted! ¡Parece un juez!
Y me manda contento a casa. La Seguridad Social  es la número uno en simpatía de Europa. 
El guaperas con el que vive mi hija no sé que ha podido encontrar en ella. La Peque es flaca, lisa de pechos. Tiene pelos en las piernas y algunos muy negros en el bigote, que se los saca con una pinza. Pero sus ojos son grandes y le brillan. Sobre todo cuando se cabrea. Entonces es cuando más se parece a su madre y me enternece. Dicen que los viejos que lloran tienen una entrada para el cielo. Los viejos que lloran han llorado también de jóvenes. A escondidas. Pero han llorado. Dicen que las hijas son más complacientes que los hijos. ¡Pachanga! 
- ¿Qué te sucede?-pregunta con los pulsos asustados.
- Qué te sucede a ti.
- Que estoy harta de andar de un lado para otro. ¿Por qué tengo que ir a visitarte todos los meses? 
- Soy viejo.
- Eso es evidente ¿Cuántos años tienes?
- Ochenta.
- ¿Y qué más quieres?
- Mimos.
- Eso tienen las gemelas.
- ¿Tú crees que me han comprado la bici?
- No.
- Me lo imaginaba.
- Pero puedes estar seguro que vendrán cuando estires la pata. Los euros, aunque pocos, huelen bien.
Creo que se ha arrepentido del bandazo de sus palabras. Se ha sonrojado y mira a ningún sitio. Algunas veces las hijas dicen verdades como puños. Yo no sé qué hacer. Tengo ganas de pellizcarla un carrillo, pero no me atrevo. Además, dudo de que lo entendería. Viste pantalón negro, camisa gris clara y chaqueta blanca. Tiene buen aspecto. Salí del trance echándome a reír. Al principio lo hice sin ganas, pero cuando me di cuenta de que me encontraba raro, me salió mi risa verdadera.
- ¿De qué te ríes?-preguntó.
- Creo que soy un viejo chocho
- Vale. Pero, ¿te encuentras bien?
- Contento de poder hablar contigo.
- ¿Y te hago gracia?
No sé por qué me puse tierno con ella. Es que, de pronto, me desfondé del todo. Su sequedad me machacaba el hígado. Sus palabras eran flechas que yo apartaba con un poco de ironía. ¡Menos mal que el metro llegaba cada cinco minutos! No tenía que haber ido a verla. Las equivocaciones resultan ingratas. No podía desaparecer como un imbécil. Pero eso tampoco me importó. Mis tres hijas se habían volatilizado: dos, al cumplir dieciocho. La Peque, aburrida de aguantar a un padre viejo. Tengo un pasillo de once metros, una cocina de inducción. Guardo en mi armario un chaquetón de guata para el invierno. Nado en la abundancia. 
- Voy a vender tres gatas- dije. 
Comprendió. Se enfadó. Cuando se enfadaba subía la ceja izquierda. Yo moví la cabeza como diciendo ¡qué lástima! 
- Sólo sabes quejarte.
- Ya- dije.
-Es que tengo prisa ¿sabes?
- Yo también.
- Bueno.
Nos quedamos mirando a los nenúfares de la fuente, sin hablar. Se me había olvidado decir que la Peque vive frente a una fuente con nenúfares. Huele a agua podrida. Ni siquiera me había invitado a subir a su casa. Y eso que le había dicho que me dolían las rodillas. Una ingrata. 
- Pues bien-dijo. Y entonces hizo lo que más odiaba que hiciera una hija mía. No me dio un beso. Me dio la mano. Como si fuera un vendedor de aspiradoras que acababa de tocar la puerta, me tendió su mano con premeditación. Añadió: Seguro que nos veremos.
- Adiós, Peque- dije.
Y se fue esquivando los pasos de cebra. Era un intento de demostrarme que en realidad tenía mucha prisa.




Arrigúnaga, (GETXO) 4 de julio de 2015.



FIN

sábado, 25 de julio de 2015

ALZHEIMER



Mi padre reparaba el tendedero que rompió el viento. Además del alambre de colgar la ropa había un cerezo y un peral. Cerca del seto brotaban las violetas de la abuela con las que curaba las heridas. Pero ese milagro sólo sucedía en primavera. Mi hermano Judas me dio con un hueso de cañada de vaca en la cabeza un día de mayo y la abuela me curó la herida con flores de violetas.  A esta abuela la queríamos tanto que mi madre trajo sus cenizas a casa y las colocó encima del piano de cola que le regaló mi hermano. Es increíble las cosas que tienen los ricos después de haber sido pobres. Judas es mi hermano mayor, después nació mi hermana y luego yo. Mi hermano Judas era el mortal más guapo de Getxo. Mi hermanita decía que tenía un culo 10.  A mí lo que más me gustaba era verle subir y bajar su nuez.  Si se daba cuenta que le miraba se ponía rojo como un tomate. “¡Quieto Jud!”, gritaba mi madre para desfogarle. Ahora que ella está muerta, no habrá nadie que le llame Jud.
 Dicen que mi padre, de joven, tenía un humor desaforado. No soportaba  a los individuos sin sentido del humor, le irritaban de tal manera que estaba convencido que de ellos era el reino de los cielos. No soportaba que por ser cortos, les tenías que pedir perdón. Luego, al comprender que su hijo tuvo que valerse a menudo de sus puños para defender su nombre, comenzó a llamarle “Oye Tú” para arreglar su entuerto por haberle bautizado con el nombre del apóstol malo. 
De la abuela de las violetas recuerdo muchas cosas. De los otros abuelos, casi nada.
Mi padre había hecho un hoyo de unos cincuenta centímetros con la barra de hierro. Después de cada golpe se ponía de rodillas y sacaba con un cazo la tierra suelta. Llevaba haciendo la misma operación desde que regresamos del cementerio de dar tierra a nuestra madre. Hacía mucho tiempo que no veía a sus tres hijos juntos. De vez en cuando nos miraba por el rabillo del ojo. ¡Vete a saber en qué estaba pensando! En la iglesia quedaba un cura viejo que tocaba el “Ángelus”. Había tanto silencio que las campanas llegaban al cerrado de nuestra casa con la misma nitidez que cuando éramos niños. Mi padre levantó la pilastra que había subido de la playa casi hacía un año y la puso en el agujero. La calzó con piedras y las fue incrustando con la barra de hierro alrededor del puntal. Mi padre ya había cumplido setenta años y ninguno de nosotros tres bajaba de los cuarenta. Una mujer sana y dos hombres fornidos contemplamos colocar el machón de en medio del alambre de colgar la ropa, con el mismo arrobo que cuando fuimos niños. Era un trabajo de padre. Bajar a la playa todos los días de mareas vivas, subir el machón y dejarlo contra la pared de casa al sol hasta tener la certeza de que se había secado, era un trabajo de padre. Así había sido siempre. Otra cosa que hacía mi padre era labrar la huerta con el caco, sembrar patatas y plantar rectas las filas de cebollas y puerros.  Clavar el poste de colgar la ropa era un trabajo superior, de pater familias, de jefe de tribu. 
Judas llegó a tiempo al entierro. La última vez vino con su mujer, una señora de color zanahoria que se llamaba Ramonita. Vinieron en tiempo de  higos hacía tres o cuatro años. Mi hermana guardaba el número de su teléfono debajo del tapete de su mesilla. Mi hermano se había hecho rico comprando y vendiendo pianos. Supo subirse a la levita de un político de la enseñanza y se agarró como una garrapata a su destino. Judas, además de ser un chico guapo, se cuidaba el cutis con peladuras de limón y había aprendido a sonreír con el candor de un niño bueno. Al subsecretario se le ocurrió dotar de un piano a todas las escuelas de la Nación. Judas aprendió del jerifalte el arte de la política y fue ascendiendo escalones de su mano. Fue un triunfador, que sin saber distinguir las fusas de las semifusas, se hizo millonario como tantos chorizos de la buena política.  El piano que regaló a nuestra madre para que colocara la urna con las cenizas de la abuela, pertenecía a la partida de las escuelas de la provincia de Teruel. Este detalle no viene al caso, pero yo encontré una nota en su caja en la que se anunciaba que el piano pertenecía a los doce de más que se pidieron para Teruel.
 Fue mi hermana, quien se dio cuenta de las rarezas de nuestra madre al descubrirla llevando una cuchara bien cargada de cenizas, de la sala al puchero de las alubias.
- Pero, ¿qué haces, madre?
- ¿A ti qué te parece? ¿No ves que llevo sal a la cocina para las alubias? 
Mi hermana sonrió y enterró un beso en sus mejillas. Mi madre también sonrió y puso dos besos en las mejillas de mi hermana. Acompañó a mi madre a la cocina y le ayudó a potajear las alubias con las cenizas de mi abuela. Mi madre probó las alubias con la cuchara de palo.
- ¿Están buenas?- preguntó mi hermana.
- Toma, prueba- dijo mi madre. Y mi madre metió la cuchara en la boca de mi hermana.
Mi hermana era una gran mujer. Aunque Judas la tachaba de cortita, mi hermana era buena. Mi hermano era listo, rico y guapo. Yo era el vago de la familia. La otra vez que nos visitó Judas, me dijo en la campa de colgar la ropa: 
- ¿Todavía sigues con eso?
- Sí, por supuesto- le respondí.
- Es una cosa que no comprenderé. Un hombre hecho y derecho escribiendo cuentos.
Entonces mi madre comenzó a cantar pío, pío, pío, pío  / pío, pío, pío, pan.
Sucedió en el viaje, en el último viaje que hizo Judas con Ramonita para ver a nuestra madre. Cuando trajeron el piano de cola en un remolque para colocar las cenizas de la abuela encima. Mi cuñada me agarró de un brazo y dijo muy gatona:
- No le hagas caso. Es tu hermano. Ya sabes…Sois  un poco locos.
- Según.
- ¿Por qué no dejas de mirar la nuez a tu hermano?
- Porque es bonita. Son cosas de la familia. Él me mira las manos. Y sé que le gustaría cogerlas entre las suyas, pero no se atreve.  
- ¡Fascinante! Voy a pedir a mi marido que en la cena te coja las manos- dijo mi cuñada con entusiasmo.
- ¡Ni se te ocurra! Te aborrecería toda su vida. Los secretos de familia de esa magnitud no se cuentan. Es demasiado hombre para verse descubierto en un jueguecito de hermanos. Yo soy el pequeño de la familia. Cuando tenía cuatro años, me arrojó un hueso de vaca a mi cabeza para ahuyentarme. Él tenía nueve años y todavía no me ha pedido perdón por la brecha que me hizo en el occipucio -expliqué con mi voz tranquila. 
Fue cuando mi hermano se acercó a comprobar si el poste que había clavado mi padre en la tierra estaba lo suficientemente fuerte como para soportar el peso de un viento sur con seis sábanas puestas a secar. Temí que mi hermano, más que una prueba de resistencia, lo que quería era derribarlo para demostrar a nuestro padre que no había perdido su sentido del humor. Tú inviertes  una mañana en clavar el poste de colgar la ropa y yo lo derribo de un soplo, padre. ¡Ja, ja! ¿Verdad que es genial? Pienso que mi padre también temió que su hijo iba a actuar atolondradamente.
 Mi madre siempre quiso que la enterraran. Todos los días al quitar el polvo a los muebles, se arrodillaba ante la urna con los polvos de la abuela. Pasarle la bayeta como si fuera un candelabro le parecía un sacrilegio. Quizás por eso nos recordaba que a ella la enterraran como siempre. Así se hizo. 
Mi hermano no asistió a la ceremonia, pero vino a buscarnos en su flamante Mercedes a la puerta del cementerio. Mi padre regresó caminando. Mi hermano quiso acercarse al acantilado para contemplar la playa de su infancia. 
- La madre decía que las sepulturas se vacían por el culo para que volvamos al mar-dijo mi hermano.
Le miré su nuez sin disimulo. Le miré de frente porque sabía que se encontraba en estado puro. Pero se interpusieron entre los dos sus ojos húmedos, azules y grandes. Me tomó las manos y acercó su rostro al mío. Me besó. Después besó a mi hermana y se dejó abrazar por su mujer. Al llegar a casa, mi padre ya había llegado. Lo encontramos en el cercado de colgar la ropa arreglando el poste roto.
- ¿Hoy precisamente tienes que hacer eso?-dijo mi hermana.
- Le prometí que lo dejaría fuerte antes de morirme. Desde que se rompió, hace ya dos años, no ha habido día que no me recordara que había que colocar un poste nuevo. Me gustaba que me lo pidiera. “Mañana”, -le respondía-. “Se lo debo”. 
Nos sentamos los tres en la yerba. Ramonita, discreta, se metió en casa a hacer limonada. Cuando éramos niños también  nos sentábamos los tres en la yerba. La madre nos miraba desde la ventana de la cocina y había que ser muy tonto para no adivinar que estaba cantando. Porque mi madre cantaba sólo cuando se sentía bien. Pensaba en el significado de la letra de las canciones. Y sonreía. 
Miré a la ventana de la cocina. Estaba vacía. Miré a mi padre y pensé si ella había amado a mi padre antes de perder la cabeza; Judas, sentado en la yerba, se entretenía contando un gran fajo de billetes; mi hermana, sentada también en la yerba, debió de sentir mi mirada porque volvió su cabeza. Me dijo casi en silencio: 
-  Te ha besado.
Judas se levantó y se dirigió al interior de la casa.  Media hora después dijo mi padre: 
-  Ya está.
Mi hermana fue en busca de nuestro hermano y de su mujer. La seguí. Vi encima de la mesa de la cocina una jarra llena de limonada hasta los bordes y cinco vasos. Subí al piso de arriba. Me asomé a la sala y miré distraído por el ante pecho. De pronto sentí una caída de moral. El coche de mi hermano no estaba. Me dirigí al cuarto que habían ocupado la noche anterior. Tampoco estaba su bolsa de viaje. La cama estaba puesta, Las cosas en su sitio. Grité a mi hermana:
- ¿Los has visto?
- Lo peor es que tampoco está su coche. Se han marchado a la chita callando. Mira- dijo mi hermana.
Mi hermana permanecía sentada en la orilla de su cama. Sin apenas mover un nervio de su cara, levantó sus cejas para guiar mi mirada encima de dos montones muy considerables de billetes de cien euros encima de la almohada.
- ¡Le salió el chulo!-exclamé.
- ¡A ver cómo se lo decimos al padre!- dijo mi hermana.
- ¡Qué más da!  
       

FIN




(Arrigúnaga (GETXO). 1 de junio de 2015.