lunes, 30 de enero de 2017

EL NEGRO QUE HABLABA CON LOS PERROS



 El primer negro que vi en toda mi vida se llamaba Martín. Tocó la aldaba de mi puerta. Abrí y cerré de un portazo sin dejar de gritar que era un hombre negro con los ojos rojos, los labios rojos y los dientes tan blancos como los dientes postizos de la abuela.
- Aquí no hay negros -dijo mi madre con el cuchillo del pescado en una mano.
- Es negro, ama. Te lo juro.
Ella se limpió las manos en el chorro de la fregadera, se quitó el delantal y dijo:
- Vamos a ver qué quiere ese negro del demonio.
Aunque mi madre se sorprendió al ver que el negro era legítimo, no perdió la compostura. Tampoco puso cara difícil. Sonrió con cordialidad. Pero me agarró fuerte de la mano.
- Soy hojalatero, amiga. Pongo culos nuevos a los pucheros, cazuelas, baldes, cucharones. También les pongo parches; afilo cuchillos, navajas, tijeras; arreglo paraguas y parasoles, juguetes de niños y molinillos de café.
  Sólo tenía siete años, pero ya conocía por minuciosos análisis la mímica más cotidiana de mi madre. Así, al descubrir sus cejas alzadas y sus ojos crecientes, supe que su lógica se hallaba lisiada, seguramente por estar convencida de que los hojalateros eran siempre blancos y gallegos. Por eso me dijo:
- No hay día que no aprendamos cosas nuevas.  Resulta que hay hojalateros negros y yo no lo sabía. Es tan negro como el negro que mató el abuelo en altamar con un arpón de cazar ballenas  al descubrirle robando naranjas. 
- Fue en el río Orinoco.
- Eso decía él. Pero el abuelo contaba muchas mentiras como casi todos los marineros. El abuelo decía que los negros son corpulentos, de manos grandes como palas, de pelo corto y rizado y que te ponían a temblar con solo mirarte. Nada parecido a nuestro hojalatero.
- Se llama Martín.
- Sí. Martín tiene el pelo liso, usa boina, habla cantando, es dulce como una abuela. Y trabaja limpio y rápido. ¿Has visto mi paraguas de golondrinas? ¿Y el culo del puchero rojo? ¡Todo por tres pesetas! 
- A mi no me da miedo.  No me importaría tener uno para jugar.

 Martín, sentado en su cajón de herramientas, sin dejar de martillar los bordes del culo del puchero rojo, metía a ratos sus ojos en los míos como pidiéndome un beso. Martín tenía los ojos grandes, de los que no asustan. Mi ama dice que las personas que tienen los ojos grandes son buenas por naturaleza. Y es verdad que cuando me miraba me entraban ganas de acercarme a su rostro y darle un beso, sobre todo después de llamar con la mano a un perro que pasaba por la carretera. Fue mágico. El perro iba solo. Al llegar a nuestra altura, se detuvo. Se quedó quieto, con la cabeza alzada y las orejas tiesas. Martín lo llamó con la mano. Le hizo tres veces seguidas el gesto de decir “ven”. El perro no dudó, entró por la verja, se acercó a Martín moviendo el rabo y puso sus patas encima de las rodillas del hojalatero. 
- Ya veo que tú tampoco tienes zapatos-dijo Martín al perro.
- Los perros no llevan zapatos-dije a Martín.
- Quieren que los hojalateros les hagamos zapatos de hojalata.
Martín acarició la cabeza del perro. Le midió los pies con un metro. Sacó del bolsillo de su chaqueta una libreta con pastas de hule  y apuntó con un lápiz unos cuantos números. El perro lamió la mano del negro. Ladró. Salió a la carretera y esperó a su amo que venía con una carretilla cargada de sacos con piñas.
- ¿Cómo se llama tu perro?-preguntó Martín al viejo.
- ¡Judas!
- ¡Bonito nombre!-exclamó Martín.
- ¿Le vas a hacer zapatos de hojalata a Judas?- pregunté a Martín.
- A lo mejor. Los perros son unos cabezotas. Todos los perros son cabezotas. Vengo desde Orense andando. No he encontrado en todo el camino un perro razonable. Casi todas las noches duermo en  pajares. Es un buen lugar para un negro. Los perros de las casas, en cuanto se enteran que soy hojalatero, vienen a hacerme compañía y a escuchar de mi boca antiguas leyendas. A los perros les gustan los cuentos. Así, poco a poco, me he enterado de su reivindicación. Dicen que están hartos de pisar chicles, esputos y mokordos de otros perros. Parece ser que a principios de año fue una delegación de chuchos a Roma para decirle al Papa que se habían puesto de acuerdos todos los perros del mundo - ¿Por qué los perros fueron a verle al Papa?-pregunté al negro Martín.
- Porque el Papa se comunica con el Cielo por medio del Espíritu Santo.
- ¿La Paloma?
- Cierto. Además, el Papa sabe muchos idiomas de los hombres y de los animales domésticos. ¿Entiendes?- dijo Martín.
- Creo que sí-dije.
- El Papa se afeita todos los días, se corta las uñas, se ducha con agua bendita, viste de blanco, le huele el aliento a lirios. Es el ejemplo de la purificación. 
El negro Martín me contó que a un perro de la encomienda se le escapó un viento de mucha pestilencia. Tanta que tuvieron que acudir diez mayordomos bajo el mando de un cardenal a orear la sala de las audiencias. El Papa preguntó tres veces que quién había sido. Al no obtener respuesta dijo que hasta que no apareciera el autor incivil del tufo, la reunión quedaba interrumpida y los perros seguirían descalzos.
- ¡Ajá! Por eso los perros se huelen el culo- dije.
- Por eso mismamente.



FIN